Ahí están, cuatrocientas por una, una por las anteriores que no fueron escuchadas. Por las que denunciaron antes y no sólo fueron ignoradas sino abucheadas, ultrajadas, demandadas. La ley es machista, sí, pero la ley no es la norma; la norma es la costumbre, la repetición, la reacción.
Ellas reaccionaron en manada, frente a las cámaras, desordenadas en el escenario, manchadas de verde. Allí es indistinto procedencia y edad. En Nicaragua no, en Nicaragua la edad fue un dato fundamental para probar el abuso sexual, el descuido hacia les menores, la hipersexualización mediática y cultural. En el testimonio de Thelma Fardin la diferencia de edad fue un quiebre que marcó la desigualdad de lugares, géneros y de poderes.
Mirá cómo se ponen, cuando se juntan, cuando se potencian, cuando el grito es colectivo y la rabia no se disimula; al contrario, cuando se vuelve espesa de lo intensa, hierve la sangre, entrecorta la voz. Mirá cómo se ponen cuando pronuncian historias acalladas durante años, cuando las levantan. Cuando hablan en plural y ya no hay individualidad, sino colectivo. Del divide y reinarás patriarcal a la experiencia colectiva como antídoto.
“¿Todxs conocemos a un Juan Darthés, o yo era el único con un compañero de secundario que le ponía la pija en la cara a las compañeras cuando se dormían en hora libre?” se lee Facebook. La situación no es extraordinaria, relativizarla el relato ajeno aleja y desresponsabiliza. El abuso es moneda corriente: en los trabajos, en los barrios, en las aulas, en los hogares, en las iglesias. Dudar de las mujeres, lesbianas, travestis y trans es aplacar la potencia colectiva, intentar separarlas, craquelar lo levantado. Compartir en la rabia y en el llanto es la base del movimiento feminista.