Cuando la institucionalidad también oprime

El 5 de diciembre del 2018, trabajadoras no docentes de la Universidad Nacional de San Martín (UNSAM) denunciamos a una autoridad superior que hizo abuso de su cargo jerárquico para acosarnos sexualmente. Aunque la institución cuenta con un protocolo de acción en violencia de género, ya ha pasado un año y aún no tenemos respuesta.

El 5 de diciembre del 2018, trabajadoras no docentes de la Universidad Nacional de San Martín (UNSAM) denunciamos a una autoridad superior que hizo abuso de su cargo jerárquico para acosarnos sexualmente. La UNSAM, como tantas otras universidades, dispone de un protocolo de acción en casos de violencia de género y sus autoridades se manifiestan públicamente comprometidas con su erradicación (aunque todos los cargos de toma de decisión estén ocupados por hombres). De acuerdo con el Reglamento de Investigaciones Sumarias de la UNSAM, el sumario debiera haberse resuelto en apenas unos días de iniciado. Sin embargo, ha pasado un año y aún no tenemos respuesta. La cesantía del profesor Dante Palma demoró dos.

Cuando hacemos una denuncia penal, lamentablemente sabemos (o no) que nos enfrentamos a procesos de 7 años promedio, pero ¿qué pasa cuando la denuncia la hacemos en instituciones que llevan como bandera el trabajo que hacen en materia de igualdad de género?, ¿cómo debemos reaccionar cuando en este tipo de instituciones (y no en otras), aún ante la presentación de pruebas contundentes que evidencian el acoso, no se aplican sanciones inmediatas y ni se disponen las medidas de protección contempladas en todas las normativas internas y nacionales?, ¿qué pasa cuando tenemos al alcance de la mano a la persona que debe tomar la decisión de sancionar el acoso y no lo hace?, ¿qué se espera de nosotras, las llamadas víctimas de violencia de género?

Según la RAE, la palabra víctima significa “Persona o animal sacrificado o destinado al sacrificio”, “persona que se expone u ofrece a un grave riesgo en obsequio de otra”, “persona que padece daño por culpa ajena o por causa fortuita”. Todas estas definiciones tienen una connotación negativa y pasiva. Nosotras, en cambio, preferimos no ser víctimas, sino sujetas políticas que, aún sabiendo que nos van a juzgar, decidimos poner nuestro cuerpo y nuestro bienestar emocional al servicio del cambio que queremos para nuestra sociedad porque entendemos que hay que hacerlo, porque estamos comprometidas con los valores que defendemos y debemos actuar en consecuencia. Denunciar es que las frases “no nos callamos más” y “no volverán a contar con la comodidad de nuestro silencio” salgan de las pancartas y se conviertan en acción. Es un acto político y sororo para con todas aquellas que viven situaciones de violencia extrema y lejos están de poder hablar. Denunciar es allanarles el camino. No lo hacemos por nosotras ni por el castigo al perpetrador de la violencia, lo hacemos por nuestras compañeras, hermanas, hijas. Lo hacemos porque ser víctimas nos ubica en un lugar de personas a las que se mira con lástima, de personas que sufren o deben sufrir, pero ser denunciantes activas, sujetas que reclaman justicia nos saca de ese lugar.

Fotos Catalina Distefano

La RAE también dice que hacerse alguien la víctima significa «quejarse excesivamente buscando la compasión de los demás” y, lamentablemente, para gran parte de nuestra sociedad una mujer que denuncia acoso sexual “se hace la víctima”, porque claro, si no te violaron, no es tan grave, estás exagerando. Quiero creer que esa forma de pensar se debe a la falta de capacitación en género y que, por ello, ciertas conductas no son entendidas como acoso sexual. Sin embargo, a esta altura, debería quedar claro que si una máxima autoridad le envía mensajes de texto a una trabajadora sexualizándola, estamos frente a una situación de acoso que debe ser rápidamente sancionada.

Si bien hubo grandes avances en el tratamiento de los casos de acoso sexual, aún nos enfrentamos a procesos complejos cuando se pone en duda si lo que denunciamos es acoso o no y muchas personas se preguntan si fue “para tanto”. La ineficacia de las administraciones o la falta de perspectiva de género o de voluntad política (o todas ellas) nos implican un gran costo emocional. En lo que va de este año, las trabajadoras de la UNSAM hemos agotado todas las vías institucionales posibles y el nivel de exposición que tuvimos que enfrentar fue elevado, pero, a pesar de todo el esfuerzo, seguimos a la espera y sólo nos quedan dos caminos: el de la denuncia pública y el de la denuncia a la Institución ante un juzgado federal por no aplicar los protocolos internos e incumplir con las leyes de protección integral a las mujeres, lo cual, además, nos implica contratar abogadas. Esto significa cargar con el peso de insinuar que el interés de una universidad que se dice pionera en cuestiones de género podría ser solo oportunismo político y, además, perjudicar el excelente trabajo que las compañeras feministas vienen haciendo adentro desde hace años. Queda claro que ninguna de esas opciones es deseable para nosotras y, queda claro también, que cansarnos para que nuestros reclamos pierdan fuerza es el objetivo.

Ahora bien, cuando llegamos a este punto y comenzamos a evaluar la posibilidad de una denuncia pública, rápidamente se pone sobre la mesa la palabra institucionalidad. Empieza a sentirse en el ambiente un clima de tensión que nos apunta con el dedo como a las posibles responsables de perjudicar la imagen de la universidad y se nos pide paciencia, porque los cambios sociales son lentos. Nuevamente ponen sobre nuestras espaldas un peso que no deberíamos tener y esto es justamente lo que pretendo traer a debate.

Mónica Godoy, antropóloga despedida de la Universidad de Ibagué por denunciar acoso sexual y laboral, explica en una entrevista para la revista Cerosetenta (mayo 2019) que el hecho de que las universidades resuelvan estos temas de manera confidencial le pone a quien denuncia el peso de cuidar el prestigio institucional. También agrega que las instituciones y los agresores se escudan en mecanismos jurídicos haciendo énfasis en el debido proceso que, si bien es un derecho, tiene un límite y es el principio de la buena fe de la denuncia. Así, desde la institución se pone en tela de juicio la denuncia dándole garantías a los agresores y no a las víctimas a quienes se les pide no asumir lo que sucedió, en actitud revictimizante.

“Aunque se dice que esto sucedió en el ámbito privado, en las universidades se sabe quiénes son los que incurren en estas prácticas. Es más, gozan de popularidad, de prestigio y también de impunidad por las posiciones de poder que tienen. Es la palabra de la víctima contra la del agresor. Se sabe que lo hacen, que son muchas las víctimas, pero las universidades lo asumen como algo menor, como un mal comportamiento y no como un delito. Este silencio es perjudicial no sólo porque no se trabaja el problema con la comunidad universitaria, sino porque además se individualiza, se queda como un hecho aislado, cuando en realidad la violencia de género atraviesa todas las relaciones. Tratar el problema con ese nivel de secretismo y de temor, no beneficia ni a la universidad, ni a las víctimas, ni a los agresores”, explica Mónica, expresando lo que justamente muchas denunciantes sentimos frente a la manera en que se llevan adelante los sumarios.

Fotos Catalina Distefano

Constantino Urcuyo, en su libro «Reflexiones sobre Institucionalidad y Gobernabilidad Democrática» (FLACSO, 2010), dice: “La gobernanza surge de interacciones recíprocas entre actores políticos y sociales en el marco de las instituciones. Entonces, si entendemos las instituciones como un conjunto de reglas y de prácticas, resulta claro que su carácter es variable. Se trata de estructuras de significado y versiones de situaciones que no son eternas. Sin embargo, como producto cultural, cambian lentamente. Esto produce estabilidad”.
Está claro que si todas las personas saliésemos hoy a denunciar todo lo que no funciona en el país habría un importante caos institucional, pero, llevándolo hacia adentro de las instituciones educativas, ¿qué es la estabilidad?, ¿estabilidad para quién?, ¿a costa de qué?  ¿estaríamos diciendo que la estabilidad se pone en riesgo si las mujeres dejan de callar abusos por parte de autoridades? La institucionalidad debe tener un límite, porque detrás de una institución hay personas y si las acciones (u omisiones) de las autoridades son violentas o no congruentes con su discurso, es ahí cuando se pierde la confianza y la gobernabilidad peligra y no cuando una mujer decide hacer pública su experiencia.

“Es así, así funcionan las lógicas de las instituciones” son las respuestas que circulan como moneda corriente y que huelen a resignación, pero no todas las instituciones son iguales, no se puede medir todo con la misma vara. No se puede ignorar la diferencia entre la cercanía (casi familiar) que tenemos en algunos espacios con las autoridades y la lejanía que tenemos, por ejemplo, con los jueces federales. Y aquí es cuando entiendo que no aplica la excusa de que los cambios sociales son lentos, porque sí, es verdad que lo son, pero debemos diferenciar el tipo de institución a la que le exigimos y si lo que estamos exigiendo es realmente un cambio social o simplemente pedimos que se apliquen los protocolos vigentes y que se apliquen con perspectiva de género. No hacerlo sería permitir que nos psicopateen. Intentar contener la voz de una mujer que denuncia abusos en nombre de la institucionalidad es todo lo contrario a cuidarla.

El problema crece cuando entendemos que no solamente se nos reclama institucionalidad, sino una institucionalidad que le queda cómoda al círculo hermético que fija las reglas del juego que casualmente queremos cambiar. Las denuncias se harán como ellos digan o no se harán. ¿Será que piensan que no podemos hablar y cuidar a la vez a nuestras instituciones? ¿Será que nos quieren imponer su forma de llevar las denuncias porque así mantienen un control en su propio beneficio? ¿Será, cómo dice Virginia Despentes, que “sobre el tema solo hay silencio, porque lo que no se puede decir puede destruir sin trabas”? (Teoría King Kong, pag. 62)

¿Debemos cuidar una institucionalidad/gestión en la que no se aplican los protocolos cuando se denuncian autoridades? ¿o debemos cuestionarla y repudiarla? Yo creo que debemos repudiarla y creo también que una institución integrada por personas que ven en la violencia un límite y que se permiten dar este tipo de discusiones se fortalece y no se debilita.

Qué hacer entonces con los establecimientos que de cara al público sostienen el discurso políticamente adecuado al momento en que nos encontramos, pero que, puertas adentro demoran años (pudiendo no hacerlo) un procedimiento revictimizante y que con su silencio nos exponen a situaciones que nos dañan física, psicológica y emocionalmente, que nos exponen a rumores que nos desacreditan y minimizan: “que eran chistes de un hombre de otra generación”, “que le estamos arruinando la vida a un trabajador”, “que se le podrán criticar muchas cosas, pero le dio trabajo a mucha gente”, “que nunca las vimos tan mal”, etc. Pero que después, cuando bajo la presión social aplican la sanción que deberían haber aplicado meses o años atrás, se llevan el reconocimiento de la sociedad, que no sabe todo lo que tuvimos que atravesar las denunciantes y eso también es violencia.

Foto: Abril Pérez Torres

De momento, solo podemos traerlo a debate, llevar a la esfera de lo público lo que nos piden que mantengamos en la esfera de lo privado, pensar, cuestionar y exigir. Seguir diciendo hasta el hartazgo que sentirse incómoda e irse angustiada de una reunión porque una autoridad te miró las tetas mientras vos le hablabas de trabajo, NO ES UN CHISTE. Que una autoridad te pida que le practiques sexo oral, NO ES UN CHISTE. Pensar en qué ropa te ponés para ir a trabajar en función de si tenés o no una reunión con determinada autoridad, o que vuelvas a tu casa a cambiarte después de haber salido, NO ES UN CHISTE. Que quien decide sobre tu salario (que además cobras de manera irregular) te haga comentarios de tipo sexual, sobre tu cuerpo y que te apriete la cintura al saludarte, NO ES UN CHISTE. Que una autoridad (con la cual no tenes ningún tipo de vínculo emocional) te ponga apodos con connotación sexual y nunca te llame por tu nombre, NO ES UN CHISTE. Que una autoridad te silbe mientras caminas por tu espacio de trabajo, NO ES UN CHISTE. Que te paguen menos que a tus compañeros varones por las mismas o más responsabilidades, NO ES UN CHISTE. Que una autoridad te mande mensajes a tu celular con lenguaje inapropiado cuando le hablaste por trabajo, NO ES UN CHISTE.

La vulneración de nuestro derecho a transitar por espacios libres de violencia, NO ES UN CHISTE, no nos causa gracia. El acoso sexual ES UN DELITO y que se priorice nuestro rol sexual por sobre nuestro rol como personas y como trabajadoras es ACOSO SEXUAL y es VIOLENCIA DE GÉNERO. Que lo haga una autoridad es, además, ABUSO DE PODER y que las instituciones no rechacen esas conductas de manera inmediata y contundente es VIOLENCIA SIMBÓLICA.

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