Fueron los hombres de gris

No fueron las pastillas. Como tampoco habían sido las bengalas. No fue la música electrónica. Como tampoco había sido el rock an´roll. El culpable no es uno solo, y los responsables son poderosos y difíciles de encontrar. La multiplicidad de actores y factores que intervienen en las cinco muertes de TimeWarp ameritan un análisis que descarte la idea que intentan vendernos los grandes medios de los “chetos drogadictos” o “la juventud perdida”.

Aventuremos algunas líneas de pensamiento. La primera hipótesis es tan triste como sencilla: en la Argentina son los muertos los que abren los debates. Fueron 194 aquel diciembre en Cromañón –más los suicidios que vendrían después-  para discutir el negocio del rock y la noche. Tuvieron que morir 51 en Once para que se hablase sobre la debacle del sistema ferroviario. Fue Bulacio primero y Arruga después para que escuchemos de violencia institucional, de los pibes pobres muertos a palos en democracia. Ahora son cinco muertos y cuatro en terapia intensiva para que nos pongamos a discutir qué sucede puertas adentro de las fiestas electrónicas, el problema de las drogas sintéticas y los pibes que se nos mueren por falta de Estado. Son entonces –y pese a que nos duela- los pibes muertos los que abren los debates que el poder prefiere ocultar bajo la alfombra de los temas sensibles.

Hay un hecho concreto: la “guerra contra las drogas” y la política de criminalización de los consumidores falló. Por lo menos falló al momento de combatir el narcotráfico y de cuidar a nuestros jóvenes. Porque en otros aspectos fue realmente efectiva. El tráfico de drogas es la excusa que utilizan los países dominantes para intervenir militarmente en los Estados de Latinoamérica: es el Plan Colombia, fumigando cultivos y entrenando al ejército colombiano, es la violencia que sufrieron durante años  los campesinos cocaleros en Bolivia, es la base yanqui en Mariscal Estigarribia, en Paraguay. Mientras nos hacen creer que así es como se combate al narcotráfico, en los barrios de Rosario, del sur del Conurbano, en las villas del Sur de la Capital Federal, y en las fiestas electrónicas, la droga fluye sin control, y el Estado encoge los hombros, levanta las manos y camina despacito hacia atrás, como quién ha hecho todo lo posible y ahora no puede hacerse cargo.

El problema fundamental consiste en cambiar el paradigma con el que se aborda el problema de las drogas. Seguimos considerando al consumidor como un delincuente, al que se le aplica una serie de castigos derivados de un sistema punitivo, que lo considera un traficante y lo judicializa, lo procesa y lo condena como tal. El nudo central del problema tiene que ver con la necesidad de abandonar este viejo paradigma y acercarse a uno nuevo, que comprenda la adicción como lo que realmente es: un problema de salud pública. El consumidor no es un delincuente, en todo caso y si tiene consumos problemáticos, es un adicto, una persona que padece una enfermedad. Y para ello existe una solución clara: políticas públicas, atención primaria de la salud, Estado presente en el territorio, políticas reales para la juventud.

En segundo lugar vale meterse en la clasificación de las drogas. Mientras el alcohol es de venta libre y causa el 50% de las muertes al volante en nuestro país, la política frente a la marihuana, las drogas sintéticas, y la cocaína consiste en perseguir a usuarios y pequeños distribuidores, lo que termina facilitando la llegada de drogas “cortadas”, de pésima calidad y sin ningún tipo de control estatal. El pibe que se mete una “Superman” no sabe lo que está tomando. El Estado no se interesa en que el usuario lo sepa. El Mercado -el organizador de la fiesta, el dueño del boliche, el tranza que la vende, el funcionario que firma, el rati que libera la zona- se llena de plata con la ignorancia, el oscurantismo y la prohibición. En un país dependiente, con 30% de la población joven que no estudia ni trabaja, no me atrevería a proponer la legalización del consumo y la venta de estupefacientes. Pero hay una certeza clara: la receta de la guerra contra la droga, falló.

Somos el segundo país que más alcohol consume en toda Latinoamérica. Nuestra Ministra de Seguridad tiene una conocida debilidad por el consumo de bebidas etílicas, así como lo tuviera el General Galtieri. No hay un repudio social a tal consumo, hay un silencio cómplice, construido a base de millonarios negocios con el lobby empresarial de las bebidas alcohólicas, que nos venden la felicidad en forma de cerveza o de fernet. Mientras tanto, cuando un pibe se toma una pastilla para ir a bailar (no importa si sea un consumo esporádico o una adicción sostenida en el tiempo), es un drogadicto. Y se la buscó.

Una humilde conclusión

La contradicción principal que atraviesa nuestro tiempo también tiene lugar en las muertes de TimeWarp. Es Estado o Mercado. Son políticas públicas que logren abordar desde la salud las problemáticas de consumo y tráfico o es el Mercado disponiendo qué, cómo, dónde y a que precio consumen nuestros pibes. Es el Estado legislando y cuidando a sus ciudadanos o el Mercado, lucrando con la vida y la muerte, cortando el agua para vender la botellita 20 pesos más cara, licitando Costa Salguero al mejor postor, al que más gente meta, al que más plata junte.

No nos olvidemos que TimeWarp, como todo en la vida, también está atravesado por las contradicciones de clase. Sin caer en la falacia inconducente de los “chetos drogadictos”, tampoco sirve olvidarse que cinco chicos en una fiesta electrónica ocupan todas las portadas mientras que cientos de pibes del paco se mueren en silencio todos los días en los barrios. Y ahí también es el Mercado, en su variante de consumo para pobres, desplazando al Estado y disponiendo como viven, qué consumen y cuándo mueren nuestros pibes.


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