El largo camino de decir «basta»

"Lo que realmente pasaba, lo que les molestaba y los incitaba a insistir para que se los atendiera a ellos primero, no era la espera ni la fila que les correspondía hacer. Era la fila de mujeres que se negaban a respetar", reflexiona Sofía Zaragoza, quien participó en el 32° ENM y nos relata sus vivencias durante una escena típica del patriarcado, en el viaje rumbo a Chaco.

¿Qué pasó en el 32° ENM?

Las respuestas son tantas como la cantidad de mujeres que estuvieron ahí. Sesenta mil se contaron en la marcha, muchísimas más no llegaron a Chaco pero igual estaban y se hacían oír siguiendo en redes lo que pasaba, mandando mensajes alentadores, haciendo llegar cada vez más fuerza. Y esa energía se sintió.

Se sintió desde el principio, cuando en el viaje paramos en la ruta para bajar al baño y cargar agua para el mate. Era una estación de servicio con un bar bastante chico para la cantidad de bondis repletos de mujeres, que iban rumbo a Resistencia. La fila para llenar los termos llegó a demorarse más de una hora. Junto con el entusiasmo y la ansiedad por llegar, cada minuto se hacía sentir, y mucho. Pero la ansiedad no es impaciencia y en la espera ya se respiraba esa sensación indescriptible de unión; mujeres que se miran y se reconocen en la misma lucha. Se ven, nos vemos, somos todas juntas, ya llegamos.

De repente, un grupo de 5 o 6 hombres entraron al bar y se quedaron un rato observando la enorme fila que los esperaba. Después de mirarse entre ellos e intercambiar unas palabras, con una actitud de sorpresa sobreactuada, empezaron a caminar hacia la caja del bar, haciéndose paso entre todas las que estaban ahí esperando hacía rato. Algunas habían llegado a verlos pero muchas otras no, el lugar estaba tan lleno y había tanto ruido que fácilmente pasaron casi desapercibidos. Casi.

Cuando llegaron, a nosotras nos faltaban 2 personas para que nos atendieran y empezamos a escuchar lo que decían: que era mucha fila, que se les iba el bondi, que los atendieran a ellos primero, que sólo querían comprar pocas cosas. Pero nada de eso importaba. Lo que realmente pasaba, lo que les molestaba y los incitaba a insistir para que se los atendiera a ellos primero, no era la espera ni la fila que les correspondía hacer. Era la fila de mujeres que se negaban a respetar.

Si hubiera sido un bar lleno de hombres de su edad y tamaño, al entrar se habrían parado como unos duques el final de todo, o -si su urgencia fuera real- se hubieran ido a buscar otra parada con menos gente. Pero no, era un bar lleno de minitas y eso no ameritaba a que aplicaran los mismos códigos. Justamente, porque con las mujeres nunca son las mismas reglas.

Nos costó un poco entender lo que estaba pasando porque era tan alevoso que rozaba con lo inverosímil. PUF! Patada ninja del patriarcado en tu cara yendo al 32° Encuentro Nacional de Mujeres. Siempre cuesta darse cuenta del pisoteo constante y hay todo un sistema detrás que avala y hace posible que eso suceda. Siempre duele un poco, por más empoderada que estés. Es mucho más fácil, menos andrajoso pero sobre todo, duele menos mirar para otro lado y pensar que unos minutos más no cambian nada. Quizás es verdad que se tienen que ir ya, quizás es porque son las 6 a.m. y están en la ruta pasadísimos sin dormir, quizás no lo hacen a propósito, quizás no se dan cuenta, quizás están haciendo lo único que saben porque es lo que les enseñaron. Quizás no es que fueron directamente a hablar con la cajera -la autoridad en ese contexto- y te pasaron por arriba a vos, que estabas ahí al lado de ellos, esperando. ¿Quizás deberíamos explicarles nosotras? Pacientes, maternales y comprensivas.

No. Basta. Estamos acá para romper con los quizás. Estamos acá, somos un montón y los tipos van directo a la cajera, hacen como que no nos ven. Y de verdad, no nos ven hasta que les decimos ese «No, basta» y su cara se transforma. No lo pueden creer, las minitas hablan y dicen que no. Y son un montón.

Les decimos que no: una, dos, tres veces. No les importa que nosotras vengamos viajando hace mucho, que en la fila estamos hace una hora, que también nos tenemos que ir, que también llegamos tarde. No hay escucha de su parte, hay insistencia para ver hasta dónde nos plantamos. Pero no cedemos y se van, obviamente enojados. Nosotras nos miramos, todas entendemos lo que pasó y, aunque también enojadas, nos sentimos un poco orgullosas. Sí, orgullosas. Así se sintió el Encuentro desde antes de llegar.

Una vez llegadas pudimos disfrutar de los talleres, la plaza llena de vendedoras con sus puestitos (asombrosa oportunidad para vivenciar cómo los bienes de consumo pueden tener estilo y consignas de valor sin pertenecer a monstruosas marcas explotadoras del mercado en nombre de “la moda”), las manifestaciones artísticas que acompañaron los tres días y de nuevo esa sensación de unión, tan protagonista en todos los Encuentros. Instantáneamente los miedos y amenazas constantes que te persiguen en el día a día se van desprendiendo.

“Que la pollera muy corta, que el escote muy profundo”, como dice una de las tantas canciones que se llenaron de voces este fin de semana largo, que si te pintás es para gustarle a los tipos, que las mujeres son delicadas y débiles por eso necesitan protección constante, que si es de noche mejor ponerte la capucha porque una mujer caminando sola está provocando al peligro; miedos que te llenan la cabeza de alarmas mentales desde que sos chiquita, miedos que se van desdibujando. De repente, la posibilidad de que te griten barbaridades cuando te abrís paso por la ciudad se reduce cada vez más y sentís una libertad en tu andar pocas veces reconocida. Y la fuerza se siente y el orgullo es cada vez más grande. Los Encuentros, además de importantísimas instancias de formación y debate, sirven para eso: para hacer cuerpo y materializar las manifestaciones de derechos y libertades, porque vernos y reconocerse a una misma en la lucha de la que tenés al lado, es un abrazo al alma que te carga de energía para volver y seguir dando batalla el resto del año.

Me encantaría decir que todo se dio así, pero no puede dejar de mencionarse el hecho de que al final muchas compañeras sufrieron agresión directa en las inmediaciones de la plaza 25 de Mayo, el lunes a la tarde al finalizar el acto de cierre. Un grupo auto-convocado de hombres y mujeres las persiguió y agredió verbal y físicamente con palos y piedras cuando ellas esperaban los colectivos para volver a sus ciudades.

Me encantaría decir que los hombres del bar de la parada en la ruta tuvieron que ir al final y hacer la fila, pero nos enteramos después que -al rato de que nos fuimos- los tipos volvieron a entrar y terminaron pasando antes. Sin embargo, ese orgullo de haber sido fuertes no nos lo saca nadie, y son impagables las expresiones de espanto y asombro que delataron sus rostros cuando nos vieron así porque sabemos que generar eso implica una ruptura: las minitas están y dicen que no. Tampoco nos saca nadie la lucha y las victorias que vamos consiguiendo, porque sabemos que es un largo camino y que va a costar como costó siempre, pero que las batallas son también las de todos los días y las grandes victorias no llegan sin una capacitación constante, una lucha cotidiana y sin ese suspirar y decir: «acá estamos, somos un montón y de acá no nos saca nadie».

Así se sintió desde el principio, un hermoso encuentro que no se termina en Chaco. Una importantísima instancia de formación, debates, empatía y reconocimiento de una sensibilidad que nos hace mirarnos. Y nos vemos fuertes.

Abro mi cuaderno de notas y leo una de las frases que más me quedó del taller donde participé: “accionar es militar, más allá del partidismo político. Es poner el cuerpo. Poner el cuerpo para movilizarse y decidir qué cosas querés que pasen y qué cosas no vas a tolerar más.”

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