Rompé el silencio

Blanca sufrió abusos sexuales por parte de su progenitora y la pareja. Después de años de maltrato hizo la denuncia, pero no progresó por falta de pruebas contra los implicados. Mucho tiempo después reconstruye su historia y exige justicia para que nadie deba pasar por lo mismo.

Ahora Blanca vive en el centro de la ciudad, cerquita del Congreso, entre decenas de líneas de colectivos, paradas de subte y gente que fluye apurada. Ya se acostumbró a los vendedores ambulantes  y a las manifestaciones con ruido de bombo. Pero esto no siempre fue así. Blanca nació en el pueblo de Curaru, cerca de Pehuajó, en la provincia de Buenos Aires, donde solo hay 400 habitantes. Allí transcurrieron los primeros años de su vida, junto con su progenitora en la casa de su abuelo materno, hasta que a sus cuatro años ésta formó pareja y Blanca debió mudarse con ellos.

Blanca no utiliza los términos  madre y padre. Prefiere hablar de la progenitora y su pareja, quien a pesar de no ser su padre biológico, le dio su apellido ante la justicia cuando ella tenía seis años. Un apellido que al día de hoy le duele escribir en los tickets de la tarjeta de débito. Un apellido que empaña su nombre: Blanca.

A partir los ocho años Blanca fue abusada por la pareja de su progenitora con total consentimiento de ésta. Ambos estaban presentes en los momentos de abuso, naturalizando la violencia hacia el cuerpo de la niña durante años.

Blanca sabía que lo que sucedía no era normal. A pesar de la confusión, las lagunas temporales y los abusos, vivió de esta manera hasta los 14 años. En algún momento le contó a una compañera de colegio lo que sucedía, pero recibió una respuesta casi clásica en los casos de abuso: que estaba mintiendo, que el acusado no era capaz de matar ni una mosca.

Blanca asumió la responsabilidad de sobrevivir en estas condiciones hasta que, en una charla cotidiana, le comentó a su tía materna lo que sucedía. ‘Caco me toca’, dijo al pasar. Como quien dice que fue a un cumpleaños, que tiene sueño, que la lluvia cansa, lo dijo como esas frases que se borran rápido, que resbalan por el plástico del mantel a cuadros y se olvidan, no como lo que era. ‘Caco me toca’, como si a partir de esto el ambiente no se tornase denso, como si poner en palabras el silencio no fuera una bomba de tiempo, un arma de doble filo, que duele tanto conservarlo como romperlo.

La canción con la que Ataque 77 ilustraba las infancias de los ´90 parece resumir todo lo que sucedió después: ‘Pueblo chico, infierno grande’. Blanca volvió con su abuelo por un tiempo. Su tía y su progenitora habían pactado que no volvería a ver a su abusador, sin embargo el trato pareció desvanecerse rápidamente. Blanca debió mudarse con su tía que vivía en otro pueblo a cien kilómetros. Aún con catorce años, denunció al marido de su progenitora por abuso y a ella por complicidad, en un comisaría fría y vidriada de la provincia de Buenos Aires, acompañada por su tía y la psicóloga que la atendía en ese momento. Sin embargo, su causa no avanzó, según lo que dijo el fiscal años más tarde, por falta de pruebas contra los acusados.

Los siguientes años transcurrieron como una voz en off, como una película aburrida, como los recuerdos de una noche borracha. La necesidad imperiosa de continuar, de sobrevivir, de estar sedada, convirtió todo en una escenografía de sombras. A los diecinueve años Blanca vivía en La Plata y trabajaba de moza en una parrilla. Había intentado estudiar, había tenido relaciones tóxicas y se había expuesto al rechazo y el maltrato de los demás como una manera de autolesionarse. Cuando se atraviesa un umbral de dolor a veces es difícil volver a sentir algo.

Apenas tenía contacto con su familia pero la invitaron al cumpleaños de su tío -con quien había convivido en la infancia- que funcionaba como excusa para unir a la familia.

Era 31 de diciembre del 2015 cuando Blanca recorrió el pasillo real y simbólico que la enfrentaría con la realidad. El real era el que separaba la puerta de entrada de la casa de su tío con el ambiente donde se encontraban su abusador y su progenitora, impávidos, alrededor de la mesa familiar. El simbólico fue entre esos años de ceguera y el hecho de enfrentarse con quienes la habían criado y destruido al mismo tiempo.

Las  imágenes se sucedieron como una catarata desbordante: ‘Sólo me acuerdo de que mi tía me llevó a una oficina, me apartó de todos. Desde ahí los recuerdos son borrosos. Tenía el cuello echado hacia atrás porque no podía respirar. Era como si estuviera muerta, pero estaba viva. Era un cuerpo hablando’. A partir de ese momento Blanca dejó de tener contacto con toda su familia menos con su tía. “Yo no puedo aceptar que puedan hacer oídos sordos y arreglar todo con una cena”, dice.

Blanca entendió que nada se terminaría de saldar sin justicia. Se dedicó a reactivar una causa ‘cajoneada’ durante ocho años, a buscar psicólogos y abogados idóneos, a contactarse con otras víctimas. Enfrentó una justicia en la que parecía haber más recursos para el acusado que para la víctima. Entre insomnio, pesadillas y ataques de angustia  -viviendo en La Plata y Buenos Aires- logró reordenar su historia.

En el 2017 Blanca fotocopió la causa y pudo leer la declaración de su abusador en la que decía que era incapaz de hacer eso – la mentira salía de su propia boca. “En ese momento sentí mucha impotencia, pensé que nunca iban a creerme y nunca iba a haber justicia”. Después de esto la joven tuvo dos intentos de suicidio con pastillas. Sin embargo, y especialmente gracias a la contención de su pareja y de otras sobrevivientes de abuso  con las que se fue contactando, Blanca pudo recuperarse de lo sucedido. Actualmente la causa tiene fecha de juicio para el 10 y 11 de diciembre del 2018, fecha que Blanca espera algunos días  más ansiosa que otros en la porteña entre autos, bocinas y ruidos.

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Dalia Cybel

Historiadora del arte y periodista feminista. Fanática de los libros y la siesta. En Instagram es @orquidiarios