Lobos sueltos

Durante la sesión donde se votó el presupuesto del 2019, las fuerzas de seguridad reprimieron en la calle a manifestantes y transeúntes. La jornada terminó con 27 detenidos, de los cuales cuatro ni siquiera formaban parte de la manifestación. Crónica conjunta del odio policial.

Represión policial frente al Congreso en octubre de 2018. Foto: Nicolás Caldarello.

Vuelven a patearle la cabeza. Está en el piso, completamente inmovilizado, con los ganchos puestos. Pero no les importa. Vuelven a patearle la cabeza. Caen las cámaras, los celulares, los manifestantes, el repudio de los transeúntes, pero no les importa. Lo patean, esta vez en la cara, sin pudor. Ahora llegan diez motos, haciendo ruido con sus caños de escape. Aceleran con el embrague puesto. Como para asustar aunque nadie se asusta. Caen veinte ratis más, esta vez con escudos. Rodean al caído: tiene una mirada derrotada, como la del condenado que se sabe camino a la horca. Antes de que lo apoyen contra el patrullero, Gustavo «Indio» Muñoz, militante del MTL, parece reconocer a alguien entre la multitud: «Aguante la lucha de Moreno, Indio. No bajes lo brazos», le gritan. El Indio levanta la cabeza y dibuja una sonrisa. Después vuelve a agacharse y lo meten, empujado, al patrullero.

Adentro del recinto, un grupo de diputados opositores exige una tregua para ver el estado de los detenidos. Se pasa a un cuarto intermedio. Afuera, entre el humo de los tachos incendiados y los gases lacrimógenos, es imposible respirar.

A las 14:30 la llovizna empieza a amainar. El cordón de La Bancaria se organiza para entrar al Congreso por la calle Entre Ríos. Sobre Rivadavia están los troscos, y en Yrigoyen la CTEP. En la primera fila los dirigentes. Atrás y muy pegado, las banderas y los compañeros.

La cacería empieza: vuela la primera piedra y las balas responden a mansalva. La tensión se transforma en conflicto. Primero es lucha de posiciones: las organizaciones repliegan ordenadas frente al ataque, respetan los cordones de seguridad, ordenan el desorden. Una avanzada de intrépidos logra ganar la pirámide del Congreso y desde allí revolean las pocas piedras que pueden llevar en la mano. Inmediatamente, un pelotón traspasa las vallas y ocupa el lugar: balas de goma a menos de un metro de distancia y a correr. Emerge el hidrante y, amparados en la seguridad del tanque, los guardianes del buen orden pasan a la ofensiva.

Cuando parece que la situación se tranquiliza, salen las motos, varias decenas. Con armas largas y a los gritos. Sin bozal, la calle es de ellos. Las motos encaran por Yrigoyen y, al compás de las balas, llegan tres camiones de Prefectura por Entre Ríos. Otra columna de motos retoma Alsina y completa la emboscada.

«Tengo asma, jefe, tengo asma». El piso mojado le raspa la cara, las piedras finitas -como la lluvia- se insertan en su pómulo. Tose y una rodilla presiona su cara contra el asfalto. «No me voy a escapar, pero soltame», dice y los 90 kilos que lo empujan hacia abajo le toman las manos por detrás para dejarlo inmovilizado. Grita de vuelta, del otro lado también redoblan la apuesta, se multiplican. Ahora son dos los efectivos que se encargan del joven. Debe tener menos de 30 años. Flaco, despeinado, un poco sucio, portación de cara. Si te golpean hay que poner la otra mejilla, como dicen los sacramentos.

A los brazos le siguen las piernas, cruzadas tras la espalda por otro oficial. Vuelve a repetir que tiene asma, contorsionando como un buda. Alguien le pide el nombre. Aunque ya son varios los testigos no parecen incomodarlo, sus maniobras continúan con la precisión de quien las ha repetido coreográficamente en infinitas situaciones. «Gritá tu nombre pá, gritá tu nombre», le suplica un joven rubio que aprieta frenéticamente el obturador de su cámara. “El pibe tiene asma, loco”, agrega, pero la tarea continúa. A lo lejos se sienten sirenas de policía, mientras el tiempo y espacio se distorsionan.

La cacería regala escenas similares desparramadas por la Ciudad. Un parte de Correpi informa que son 27 los detenidos promediando la tarde, cuando la sesión por el Presupuesto se reanuda. Más tarde se conocería que cuatro de ellos fueron levantados “al voleo” en Constitución, “cuando se encontraban realizando distintas actividades y trámites personales”, aclaró Correpi en un comunicado.

En diciembre pasado, con el tratamiento de la reforma previsional, en un escenario similar al de ayer, la Plaza de los Dos Congresos fue literalmente fumigada con humo tóxico. El cordón policial disparó una, dos, diez, veinte granadas de gas lacrimógeno apuntando a los pies de la gente, para quemarla. Los gases también bajaron desde los techos de los edificios sobre el mar de cabezas que replegaba desesperada. O al menos eso quedó grabado así en la memoria paranoica de los reprimidos. Se los veía tirados sobre la 9 de Julio buscando aire, con la cara roja, con el torso en cueros mostrando las heridas de las balas de goma, buscando a los suyos para abrazarse y sentirse a salvo y volver otra a vez a correr porque la arremetida era en continuo.

Ayer eso no pasó, pero la cacería posterior sobre las calles adyacentes, sobre la 9 de Julio, frente a los ojos de todos, se repitió. La secuencia tuvo otros bemoles igualmente perversos. Tomó la forma de una carrera de motorizados que competían por ver quién cazaba al cordero más grande. Uno la ganó seguro: cerca de las cuatro de la tarde, tres horas después de la primera piedra que voló, sobre Lima y Carlos Calvo, fue apresado Nacho Levy, fundador de la organización villera La Garganta Poderosa.

“Nos están llevando presos”, grita Nacho por debajo de su boina negra. “Somos de prensa, de Telam, matriculados”, vocifera Fabricio Baca mientras lo arrastran a él también. El grupo de detenidos que esperaba arrinconado se encorva para pasar por la puerta de la camioneta que los llevará a la comisaría. Los apura una muralla compacta de policías camuflados en el plástico duro que les cubre rostro y cuerpo. Con esfuerzo se les puede adivinar la mirada, como único rastro de humanidad.

La dispersión ya es gigante. Cuando tiran los últimos gases para alejar a la prensa vuelve a caer la lluvia. “Ya llamé a Norita, Nacho”, dice una voz femenina. «No llorés, boludo, no llorés», se escucha mientras los detenidos entran al patrullero.

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