Haití, más dulce que violento

El desempleo, la carestía de la vida, la miseria, el éxodo, la corrupción institucionalizada, la ocupación internacional y el hambre desataron una crisis política y humanitaria en el país del Caribe, que está inmerso en una guerra tan feroz como tierna contra su propio destino.

Desde Puerto Príncipe*

Una niña en su pequeña bicicleta pedalea sonriente por el centro de una ancha avenida de la capital Puerto Príncipe. Sintomáticamente, no hay otros transportes a la vista. El cabello, en finas trenzas, le cae de lado a lado como si su cabeza fuese un techo a dos aguas. Resulta extraño, pero no lleva prendidos del cabello los broches de vivos colores que se estilan en los días escolares y los días de fiesta, que son vividos aquí con idéntica ritualidad cotidiana. Pulidos de tan limpios, despiertos desde las cinco de la mañana y acicalados con paciencia y maña, los niños resplandecen en Haití. Sobre todo la niñez campesina: madura, protectora, diligente. Escribí a poco de llegar aquí que tres cosas salvarían a este país, ninguna venida de afuera: la memoria de la Revolución que hicieron sus ancestros, el intenso amor a la patria y el entusiasmo de sus niños.

Pero hablábamos de Leka -la niña se llama Leka-, quien hace semanas que no puede ir al colegio, como ella misma se encarga de explicar. Viste una remera roja y un pantalón azul, los colores de la bandera haitiana. Los colores de casi todo por aquí. Al fondo, a sus espaldas, dos hombres la ven pasar. La foto, centrada en la niña, no permite ver con exactitud sus rasgos desenfocados, pero una pequeña mancha blanca en los rostros negros no deja lugar a dudas: sonríen. Tal vez con ternura. Me recuerdo el título de una canción del borinqueño Maelo Rivera: «las caras lindas de mi gente negra».

Leka, su foto, me parecen un símbolo, o más bien un anti-símbolo de estas dramáticas jornadas, de esta crisis sin fin, de los combates feroces pero tiernos del pueblo haitiano. ¿Combates contra qué? El desempleo, la carestía de la vida, la miseria, el éxodo, la corrupción institucionalizada, la ocupación internacional, el hambre. Y ahora también, desde hace cinco semanas, la crisis energética y el desabastecimiento de combustibles. Los «daños colaterales» de la geopolítica guerrerista de los Estados Unidos llegan hasta aquí como el sargazo, las algas malas que arriban cada temporada al Mar Caribe. Los barcos que solían transportar combustible barato y en condiciones preferenciales desde la Venezuela bolivariana están ahora impedidos de arribar a Haití, Cuba y otros puertos de la región. El abrazo solidario que extendió Hugo Chávez Frias, recibido aquí como un prócer el 12 de marzo de 2007, no encuentra su contraparte. La economía en bancarrota del Estado haitiano, obligada a buscar ahora carburantes en el «libre mercado» monopolizado por las compañías petroleras norteamericanas, es incapaz de pagar para desbloquear las importaciones. Los barriles, inútiles, esperan en las terminales portuarias.

***

Las imágenes de muerte, caos, fuego y desolación son difundidas hasta saturar la percepción por quienes creen o quieren hacer creer que estos son todos los secretos que la nación esconde. Y en ocasiones también lo hacemos nosotros mismos, arrastrados por nuestra propia desesperación por hacer que Haití importe. Un reportero de una importante agencia internacional, con quien intento acordar la difusión de las notas de prensa que los movimientos sociales envían en francés y en creol, la lengua nacional del país, me habla con una franqueza brutal sobre los criterios de construcción de lo trascendente y lo intrascendente en este mundo de globalizaciones selectivas:

 

-Tu sabes hermano, aquí lo que importa es la cantidad de muertos. Lo demás es ideología-.

Este pragmatismo cínico -los cínicos siempre creen ser más inteligentes- esconde además otra cuestión. Lo que importa no es la cantidad de muertos a secas, sino también su calidad. En el cuarto o quinto mundo, un cuerpo cotiza a la baja en el tráfico noticioso de los mercados internacionales, si lo comparamos con el de un norteamericano, un francés, o por qué no, un argentino. Hay cuerpos que valen su peso en oro, y otros que valen su peso en chatarra, como aquella que es magníficamente reciclada por los artesanos de la Avenida John Brown. Como decía por ahí una canción brasilera: «la carne más barata del mercado es la carne negra».

Frente a la reducción de Haití a sus contornos más sombríos, frente a quienes no pueden percibir la profundidad del drama humano y sólo tienen ojos para el decorado, quisiera escribir sobre esta niña, quisiera escribir a partir de ella. Días después de que fuera tomada la foto, me entero que no es necesario hacerlo. Leka fue entrevistada por un periodista que estaba cubriendo las manifestaciones en Puerto Príncipe, y habló con voz propia:

– ¿Por qué estás en la calle?

– Para que [el presidente] Jovenel [Moïse] deje el poder.

– ¿Por qué querés que Jovenel abandone el poder?

– Porque quiero ir a la escuela y no puedo, porque mis papás necesitan ir al trabajo y no pueden.

– Y aquí en la calle con tu pequeña bicicleta, ¿no tenés miedo?

– No

– ¿Hasta dónde querés llegar con ella?

– Al cruce del aeropuerto.

– ¿Y que estás reclamando?

– Escuela, trabajo, que abran los mercados.

– ¿Algo más?

– No, solo eso.

***

Estamos en Cité Soleil, probablemente la villa miseria más grande del continente americano. Un número incierto, tal vez 300 mil o 400 mil almas con sus respectivos cuerpos, se apiñan en las 200 hectáreas de esta planicie yerma e inundable que escurre hacia la zona portuaria de la capital. Las aguas servidas de los otros barrios pobres, más elevados, la atraviesan de lado a lado por sus seis enormes canales de concreto. Bautizada como Cité Simone por el dictador François Duvalier en honor a su esposa, pronto la barriada se convirtió en un dudoso homenaje con sus porqueros y sus casas de lona y zinc que cubren el paisaje hasta donde alcanza la vista. Pero Cité Soleil es mucho más que su miseria. Bastión de resistencia y organización popular, la vida porfía en él y la gente, créalo usted o no, hasta se permite ser feliz. Porque el malvivir también es una forma del vivir, y ni siquiera la situación más degradante alcanza a degradarnos. Resiliencia, instinto, dignidad, pulsión de vida: explíquese como se explique, se trata de las maravillas de la cosa humana.

En Cité Soleil se emplaza el cuartel de general de un cuerpo especializado de la Policía Nacional, el CIMO. Varias decenas de jóvenes, espontáneamente movilizados y armados tan sólo de coraje, lo toman por asalto. Los agentes, tomados por sorpresa ante semejante atrevimiento, no atinan a hacer nada. Reculan, se miran y finalmente se dispersan, ridiculizados. Los manifestantes secuestran algunos objetos del mobiliario y lo cargan sobre sus cabezas en un comercio de hormigas. No hay ningún atisbo de disputa por el botín: será puntualmente socializado. Alguien comienza algún fuego aislado, pero no hay verdaderas intenciones de quemar el lugar. Pronto los manifestantes se marchan con los preciados neumáticos para alimentar las barricadas que se multiplican por toda la ciudad. Se los ve calle abajo, exultantes, con 40 o 50 viejos neumáticos que van rodando con una alegría de niños -porque niños son-. De hecho, la escena se asemeja mucho a uno de los juegos predilectos de la infancia, que consiste en empujar pequeñas ruedas de lata con un palo de madera. La ciudad es un hervidero de boukanes, que así se llaman a las inmensas fogatas con sus negras humaredas que cubren la geografía irregular de la ciudad.

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Cada tanto tocan días de repliegue tras las inmensas movilizaciones que se suceden sin solución de continuidad, en este país que desafía en las calles a sus propios censos. ¿Cuántos millones han sido ya? Hemos perdido la cuenta. Haití vive un peculiar estado de sitio. El mismo que el Estado, con mayúscula, sería incapaz de imponer con sus débiles y mal entrenadas fuerzas de seguridad, es autoimpuesto por las clases populares: jóvenes, mujeres, niños, sindicalistas, estudiantes, moradores de las periferias urbanas, campesinos, vendedoras. También algún que otro pequeño burgués -más pequeño en Haití que en ningún lado- que se arranca las vacilaciones y se lanza a las calles. El plan es simple, y quizás algo inmediatista. El presidente debe irse. La cueva de ladrones en que se ha convertido el parlamento tiene que ser cerrada. Hasta ahí lo razonable. En la dimensión de lo imaginario esta la idea de que el diablo yanki no vuelva a meter la cola.

Las tácticas también son relativamente sencillas. Colmar las calles una vez tras otra. Bloquear todo lo que pueda ser bloqueado. Intentar tomar por asalto cuánto negocio o residencia sea identificada con el poder político. Peyi lock -país cerrado- llamaron a esta operación en febrero del año pasado, y la expresión se popularizó. Numerosos pueblos, estoy seguro, hubieran desaparecido mucho antes de soportar el umbral de penurias al que es sometida la nación haitiana. Pero no se ahoga en algodones el país que sobrevivió, en el mismo año 2010, a un golpe electoral cometido por la «comunidad internacional», a una epidemia de cólera propagada por las Naciones Unidas y al terremoto más devastador de su historia. Dando muestras de su inquebrantable lealtad a la vida, el país respondió con entereza, solidaridad y… amando. Contra todo pronóstico, en la más precaria de las situaciones, un inesperado baby boom disparó por las nubes las tasas de natalidad.

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Ahora es tiempo de recuento de daños. De cosechar en el campo esas frutas ya pasadas de maduras, de comprar algún galón de nafta a precios irrisorios para alimentar los derruidos tap tap y echar a rodar las mototaxis, de comprar y vender alguna menudencia en el mercado, de asegurar el dinero que se arruga en los bolsillos para los difíciles días por venir. De estirar la vida, en suma, hasta el próximo sol. Es tiempo, también, de honrar y enterrar a las víctimas, aún inciertas. Estudiantes, chóferes de taxi, jóvenes nuevamente. La bonita Jacmel, al sudeste, el indoblegable noroeste campesino y las periferias de la capital han sido las zonas más golpeadas por la represión policial. Empiezan a merodear también, como por estas fechas el año pasado, grupos irregulares. Se trata de la faz mas oscura de la construcción neocolonial de los «consensos liberales». Aquí la violencia «legítima» está caóticamente desmonopolizada, lo que no significa que sea simétrica ni mucho menos democrática. Manifestantes denuncian la presencia de encapuchados en las terrazas del rico distrito comercial de Petionville. Los he visto en anteriores jornadas, y no me extraña.

Leo por ahí a quienes en lugar de mencionar a las víctimas o sus humanas reivindicaciones, enfatizan y condenan la desmesura de las formas. En el caso de los yankis, al menos éstos ya ni disimulan su desprecio por un país que Trump colocó en el grato escalafón de los «agujeros de mierda». Lo mismo vale para las fuerzas fascistas de la vecina República Dominicana que movilizan con paranoia sus tropas en la frontera. Un periodista de cierto renombre lanza por las redes una pregunta cuando menos criminal: ¿está preparada la República Dominicana para una guerra irregular? Su enemigo es imaginario, carece de fuerzas armadas, y resulta inofensivo en lo que a la seguridad internacional respecta. El que apremia allí en realidad es el negro interior, aquel que el supremacismo blanco y las fantasiosas geneaologías hispanistas aún no logran asumir. El negro dominicano que es proyectado, con todos sus demonios, al negrísimo Haití, tan semejante superficie abajo. El caso de los franceses, violentos padres de la criatura haitiana, merece una mención aparte. Periodistas, ongueros, el personal de las embajadas y hasta mi profesora de francés: todos aparentan desmemoria sobre sus propias aventuras coloniales desde Haití a Argelia, desde Indochina hasta la Luisiana. Hasta se echan el manto liviano y generoso del progresismo al señalar los «excesos de celo» y la injerencia de los norteamericanos. Y, sin embargo, resulta tan patéticamente evidente su nostalgia irremediable por la arrebatada «perla de las Antillas». Señalar de forma reincidente el fracaso del experimento haitiano no tiene otra finalidad que la de señalar, tácitamente, que el país estaría mejor siendo un manso y doblegado Departamento Francés de Ultramar, como Martinica o Guadalupe. Sin creol, sin vudú, sin bandera, sin subdesarrollo, sin revueltas, sin orgullo nacional. Sin negros, en suma.

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A poco menos de un siglo del nacimiento del antillano Frantz Fanon, aún lo ignoramos casi todo sobre la violencia de los condenados de la tierra. Es como si dijéramos: morirse de hambre es admisible, si, pero no lo es perder la compostura. Como si la humanidad estuviera más definida por las reglas de buena vecindad que por el alimento que sostiene un cuerpo, inevitable recipiente de lo humano. Hay quienes nunca entenderán la dimensión catárquica de estas revulsiones sociales que intentan vomitar a una casta entera, a los administradores y ganadores del orden social más desigual e injusto construido por el capital de este lado del planeta. Dechukay llaman los haitianos a este tipo de operaciones como las que vimos el 27 de septiembre. Palabra que aplica, por ejemplo, a la extirpación de un cáncer, a algo que debe ser arrancado profunda y radicalmente, aún a riesgo de retirar con él tejido sano. Sin estas insurrecciones recurrentes, hace tiempo que el pueblo haitiano habría muerto de inanición o, peor aún, de indignidad. Pueblo pacífico como pocos, pero que recuerda, de su Revolución primera, que la libertad se conquista y que el fuego lo mismo mata que redime. Que, como dice aquel proverbio, la Constitución está hecha de papel y la bayoneta de metal. Este es el pueblo de Leka, el que quiere trabajo, escuelas y sus populosos mercados abiertos. Sólo eso.

*Lautaro Rivara es sociólogo y doctorando en Historia (UNLP). Poeta y periodista ad dolorem. Contrabandista de yerba mate y brigadista internacional en Haití de ALBA Movimientos.

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