El Pulga y la alegría irresponsable de los humildes

Colón de Santa Fe enfrentará este sábado a Independiente del Valle de Ecuador por la final de la Copa Sudamericana. La estrella del equipo santafesino, Luis “Pulga” Rodriguez, tiene una historia de superación: desde ser ayudante de albañil hasta jugar en la Selección de Maradona y Messi, casi jugador del Real Madrid y más.

Es el día 19 de septiembre en Brasil, Belo Horizonte. Estadio Mineirao. 60 mil “torcedores” del Atlético Mineiro (uno de los equipos más importantes de ese país) aturden visual y auditivamente. Están celebrando la transitoria clasificación a la final de la Copa Sudamericana de su equipo, que vencía a Colón por 2 a 0. A sólo 9 minutos del final, penal para los santafesinos, como una luz de esperanza, para empatar la serie. El 10 de Colón se para frente a la pelota. Todo el estadio explota en silbidos. Las piernas de cualquiera temblarían, pero él, dueño de su inconsciencia, sonríe. Con todos los dientes al viento, va a hacia la pelota y hace el gol que acerca el milagro.

A 2.127 kilometros, los hinchas sabaleros se abrazan y lloran, sin poderlo creer. Siguen vivos gracias a ese irresponsable. En la tanda de penales, otra vez, el 10 de Colón tiene la definición en sus pies. Otra vez la silbatina, los nervios, la presión. Él vuelve a sonreír. La cámara lo toma justo en ese momento. Nadie entiende de qué se ríe. Es el minuto más importante de la historia de un club centenario. ¿Se volvió loco? 3..2..1…

El arquero a un lado la pelota al otro y la sonrisa amplia. Goll!!! Triunfo y delirio. El ruido pasa a Santa Fe y en Brasil todo se transforma en silencio. Que ahora aturde más. Y mientras tanto, el de la 10, como antes, durante y después, sigue con su sonrisa.

El 10 de Colón se llama, Luis Miguel Rodríguez. Nació en Simoca, un pueblo de diez mil habitantes, a 50 kilómetros de San Miguel de Tucumán. Hijo de “Betty” y “Pochoclo”. Su padre era albañil y changarín, pero se las rebuscaba para llevar las chirolas justas para alimentar a nueve hijos.

Como a muchos chicos del país, para “El Pulguita” – apodo que por propiedad transitiva le heredó su hermano mayor – la pelota rebotando en un campito era lo único que le hacía falta para ser feliz. Aunque del hambre, le picara la panza hasta doler.

Atrás de la humilde casita, estaba “la canchita” Alto Verde. Llena de piedras, vidrios y pozos, donde “El Pulguita” se pasaba de sol a sol pateando descalzo. Así, irresponsablemente, era feliz entre vidrios y amigos. “Si jugaba con las zapatillas, tenía que pensar que había que ir a la escuela y no tenía otras”, contó en una entrevista. De tanto en tanto, usaba las únicas zapatillas para jugar, razón por la cual, el estado del campito pasaba factura y las zapatillas no aguantaban.

Un día, en la feria del pueblo, el padre decide comprarle un par de botines, cuando él tenía diez años. El albañil sabía que esos 30 pesos llenaban de alegría a su hijo, pero iban a peligrar el puchero de la noche, y sabía que su mujer no se lo iba a perdonar. “Vos llévate los botines, ya veremos cómo comemos”, le dijo. Y le regaló a su hijo esa alegría irresponsable que a muchos les cuesta tanto entender.

“Por ahí ese día no comimos ni mis hermanos ni yo, pero yo no tenía hambre, tenía mis botines”, recuerda con una sonrisa sin culpa.

Unión de Simoca fue su primer club, donde a los 14 años su representante lo llevó a una filial del Inter que tenía en Tucumán, con el cual tuvo estadía europea junto a tres chicos más.

En el 2003 fue elegido como el mejor jugador de un mundialito que se jugó en Islas Canarias, lo que le permitió una prueba en el Real Madrid. La prueba la pasó, pero por un problema contractual y una jugada no clara de su representante, no pudo quedarse en las filas de las juveniles merengue.

Nuevas frustraciones en el fútbol italiano y rumano, lo hicieron volver a su casa a ser ayudante de albañil de su viejo y jugar en los potreros por 200 pesos. “El potrero me dio cosas que no se aprenden en otro lado, la picardía para gambetear un rival y a un pozo, luego la usas en cualquier cancha”, cuenta quien siempre entendió el fútbol, sea donde sea, como un reflejo de alegría y viveza. Más allá de los pozos y las presiones, en la cancha y en la vida.

Su lugar en el mundo fue con la camiseta de Atlético Tucumán: “El Decano”, donde disputó 325 partidos. Hizo 130 goles, salió campeón del Nacional B, disputó Copa Libertadores, Sudamericana y hasta fue citado para la selección mayor con Maradona como DT y Messi como compañero.

El 16 de abril del 2016, en un partido contra Defensa y Justicia, realiza su gol número 100 para “Atlético”. En ese momento desde la tribuna los hinchas arrojaron 100 pelotas a la cancha con el mensaje: “Gracias Pulga”, tal es el amor que generó en el pueblo tucumano.

Luego de más de una década con la misma camiseta, pasó a los 34 años a Colón de Santa Fe específicamente para esta Copa Sudamericana, e inmediatamente a fuerza de goles y gambetas se transformó en ídolo del equipo sabalero.

El momento cumbre se dio ese día de septiembre, cuando fue a patear el último penal con alegría irresponsable en la cara. Como si no hubiera mañana, fue hacia la pelota con una sonrisa y le amagó al arquero para darle la mayor felicidad a Colón en más de 100 años de historia y clasificarlo a la final de la Copa Sudamericana. “Vos sé feliz y después vemos”, parecería que le dijo desde algún lado su viejo, que se le fue 10 días antes del partido.

A veces los que no tienen nada asegurado saben que lo único que tienen es el ahora, y si ese ahora los hace feliz no les importa nada más. “El Pulga” lo demuestra. En Simoca, Madrid, Bucarest o Santa Fe, ninguna piedra le quita su gran sonrisa irresponsable, para cagarse en el destino y colgarla de un ángulo.

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