Efecto séquito

Apenas nacieron Marco (17) y Luca (16) se los diagnosticó con autismo y epilepsia refractaria, respectivamente. Su madre, Roxana, encontró en el cannabis una respuesta que la medicina tradicional no le supo dar.

Roxana llega a nuestro lugar de encuentro con su hijo menor Luca, Sergio (un amigo cultivador) y un perrito. Esto es sólo una pequeña muestra de cómo es su vida desde que decidió dejar de hacer lo que le decían que tenía que hacer y empezó a hacer lo que ella sentía. Ahora, difícilmente está sola. Ya recuperados todos los espacios que le habían quitado, ya reencontradas todas las partes de ella misma que le quisieron hacer esconder, vive en comunidad: en una red de personas en la que se apoya y a quienes apoya. Y, sobre todo, en comunidad con ella misma.

Apenas nacieron Marco (17) y Luca (16) se los diagnosticó con autismo y epilepsia refractaria, respectivamente. El camino para ayudar a sus hijos a vivir mejor fue largo y doloroso. Implicó no sólo maltratos físicos hacia ellos, sino una desolación de todes ante la falta de humanidad del sistema que los tenía que proteger.

Los tratamientos empezaron en España, a donde se mudó la familia en 2001 como tantos otros argentinos y argentinas que escapaban de la crisis. Marco y Luca llegaron a recibir por orden médica hasta 35 fármacos diarios. Los resultados no se veían.  “No se podía establecer un vínculo con los chicos, y lo peor era que el sistema me quería hacer responsable a mí”, cuenta Roxana. Le decían que ella estaba muy cansada y efectivamente lo estaba porque ser cuidadora es un trabajo que consume las 24 horas, pero más que nada estaba porque no veía ningún avance.

Cuando su confianza en la medicina hospitalaria se fue desvaneciendo comenzó a interiorizarse en la medicina ayurvédica, arte de curar que se practica en la India desde hace ya más de 5000 años. “Ayur” significa vida y “Veda” conocimiento. Más allá de los resultados, comenzaba un camino de búsqueda de entendimiento.

En el año 2008 vino el desahucio farmacológico. Le dijeron que no había ya ningún medicamento que les pudieran dar a sus hijos que mejorara los síntomas. El pronóstico de Luca, por ejemplo, era que no iba a caminar jamás. Hoy no sólo camina sino que baila, abraza, señala y juega. Esto fue gracias a que durante un año, Roxana probó cosas que intuitivamente pensaba que lo iban a ayudar: ejercicios en la bañera, trabajo con una yegua prestada por un amigo, drenaje linfático mediante barro tibio. Y así, Luca se paró. Y después practicaron los pasos con un andador. Y hoy Luca baila y Roxana sonríe.

Fotos: Nicolás Cardello

La movida del cannabis la conoció a través de un médico, pero tuvo que trabajar el prejuicio. “Para mí, que nunca había fumado un porro, que cero alcohol, que siempre me comportaba de acuerdo a las reglas, la marihuana era una droga, como para todos los que compartían mi misma formación, educación”. Pero a su propio prejuicio se sumaba el de sus alrededores. La pediatra que los atendía en España estaba totalmente en contra de tratar a los chicos con cannabis.

Al llegar a Argentina allá por el 2011 la situación era otra, tenía más seguridad y más confianza en sí misma. Mientras tanto, los chicos tenían que escolarizarse. La ley 24.901 ampara al colectivo de discapacidad. Debido a esto, las obras sociales se ven obligadas a pagar todas las prestaciones necesarias, y así pudo Roxana mandar a sus hijos a Centros Educativos Terapéuticos durante varios años. ¿Qué pasa con quienes no tienen obra social? Los centros de este tipo que pertenecen al Estado no sólo están pobremente equipados, sino que sólo aceptan casos no tan severos. De esta manera se amplía la brecha que padecen las personas con capacidades diferentes. Una vez más, el sistema falla.

Aprender a cultivar era un imperativo. La alternativa era ir a las villas. Ella era nueva en esto. Un día una amiga le llevó a su casa flores y le dijo vamos a hacer manteca. Roxana no sabía que su amiga fumaba. Fumaba desde los 15 años porque padecía asma, y el cannabis es broncodilatador. Esto le dio a la mamá de Marco y Luca otra cosa que necesitaba: demostración empírica de que el cannabis funcionaba.

Dos galletitas con una finísima lámina de manteca de cannabis cada una. Una hora después de dárselas a sus hijos, sucedió lo que luego dirá que no es magia: los chicos no gritaban, estaban más tranquilos y presentes. Ellas se escuchaban las voces al hablar. Seis meses después de dos galletitas a la mañana y dos a la noche, Luca dejó de convulsionar.

Fotos: Nicolás Cardello

La mejora no se dio únicamente en el plano sintomático. Hubo una recuperación de humanidad, una nueva oportunidad de ser niños y sentir cosas. El nuevo tratamiento les devolvió su propio cuerpo y les permitió empezar a aprender a disfrutarlo. “Te enfermás cuando perdés habitarte”, pregona Roxana.

Esta es la historia de muchas otras personas a las que la medicina tradicional no les supo dar respuestas. Sergio, cultivador, plantea en relación a esto la problemática del lenguaje: medicina tradicional y medicina alternativa. ¿Por qué las prácticas ancestrales, que vienen de la naturaleza y acompañan al mundo desde el principio, son “alternativas”? Quizás porque transitamos un sistema que nos lleva a la desconexión con lo intrínsecamente nuestro: el cuerpo. Un sistema que aliena y nos conduce a desencontrarnos. El principal problema es la desinformación. En el caso del cannabis es alevoso. La planta es un sistema orgánico que cumple determinadas funciones. Entre sus componentes se genera un efecto séquito: actúan como un todo, no sirve fraccionada. “Es química orgánica, no es magia”, dice Roxana.

Desde 2017 Roxana tiene una fundación, Cultivando ConCiencia, que lleva a cabo tratamientos medicinales con cannabis como los de Marco y Luca, y realiza talleres y capacitaciones para hacer circular información desintoxicada de prejuicios. Trabajan con profesionales de la salud, como ser neurólogos, para brindarles a los pacientes una atención integral y segura. El concepto “paciente” se resignifica, porque el camino que proponen frente a la enfermedad no es para nada pasivo. La persona que elige este tratamiento y confía en ellos para realizarlo es plenamente consciente de su cuerpo (o desea comenzar a serlo) y participa de su curación de manera activa. A la fundación se acercan personas que están dispuestas a cambiar de paradigma. Se trata de otra forma de transitar la vida. En Cultivando ConCiencia se está trabajando para acercarse al municipio e intentar intervenir en las políticas públicas de salud, que hoy están más que nunca en crisis.

Comunidad, empatía, respeto e información. Estos son los valores que sostiene la fundación. Y lo que riega la historia de Roxana es la semilla de la desobediencia: cómo emanciparse de un sistema creador de séquitos humanos que responden a pautas con las que no se identifican. El camino que emprenden sin duda va hacia adelante, pero de alguna manera, también hacia atrás: volver a une misme.

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