“Habitar la fragilidad es más emancipador que suponerse empoderado”

Psicóloga y docente de la Facultad de Psicología de la UBA, Alexandra Kohan cuestiona los discursos normativos, las frases coaguladas y los estereotipos. "Para mí el feminismo no es una autoproclamación, sino sostener una vida con prácticas feministas y revisarlas día a día", explica a El Grito del Sur.

Alexandra Kohan acepta que le gusta investigar los pliegues del sentido común y las contradicciones humanas. Psicoanalista, docente en la Facultad de Psicología de la Universidad de Buenos Aires y Magíster en Estudios Literarios, Kohan cuestiona los estereotipos desde el psicoanálisis y no teme afirmar que muchas veces los slogans del feminismo quedan estancos. En marzo de 2019 editó su libro “Psicoanálisis: por una erótica contranatura”, donde debate sobre la noción de la sexualidad como algo natural, y este año publicará en Paidós un libro sobre el amor. En una entrevista con El Grito del Sur, Alexandra Kohan habla de los escraches, de la definición de empoderamiento y del mandato de productividad en la cuarentena.

Dijiste hace poco que en la cuarentena surgió una imposición de ser productivo y aprovechar el tiempo. ¿Cómo sería eso?

Ni bien empezó la cuarentena, me sorprendió lo rápido que empezaron a circular ciertos discursos de todo lo que había que hacer para aprovechar el tiempo, como si este encierro no fuera algo que había cambiado totalmente la realidad. Me llamó la atención que las primeras semanas no hubo tiempo ni para parar a entender que lo que estaba pasando era ininteligible. Este es un paradigma que ya existía antes que es el imperativo a la productividad, la cuarentena lo único que hace es exponerlo. No hay que leer la cuarentena como causa, sino como una situación que agudiza lo que ya estaba pasando, refleja un estado de las cosas que es previo.

¿Y previamente por qué existe el imperativo de la productividad?

Hay una alienación en la productividad y en el no parar alimentado por la idea de que si uno para, se angustia, y hay un rechazo muy radical a la angustia. La necesidad de obturar espacios y tiempos surge por miedo a que algo se caiga y que entonces uno se deprima, se entristezca o se aburra. Me parece que es al revés: que a veces el no parar justamente está poniendo en acto que la acción no es igual a la no angustia, la no tristeza o la no depresión. Me parece que la cuarentena puso por delante -especialmente en el inicio- un tiempo muerto, una suspensión de la vida cotidiana donde había que intentar que no nos abrume el silencio. A mi me parece que no estamos acostumbrados a hacer silencio, no estamos acostumbrados a habitar la soledad, y en ese punto aparecen estos imperativos de la productividad que no son ni más ni menos que el imperativo del capitalismo y del mercado que nos quiere todo el día produciendo.

Fotos: Agustina Tato para Revista Cheek

También hablaste de la patologización de la soledad…

Me parece que la soledad no tiene buena prensa. Con la idea de que la vida social es mejor que la soledad, no se acepta la otredad. La gente que disfruta mucho de su soledad rápidamente es patologizada y se ve compelida a tener que disimularlo como si fuera un signo de que algo anda mal. Esa es parte de las presiones sociales que circulan. Entonces el repliegue de este momento les permite a los que disfrutan mucho de su soledad no tener que dar explicaciones; pueden descansar de esa presión social, del imperativo de que hay que salir a divertirse.

Tu libro más reciente se llama “Psicoanálisis para una erótica contranatura”. ¿Que es esto último?

La idea es discutir con cierto paradigma que pretende que la sexualidad es natural, incluso viniendo de sectores progresistas que sostienen, por ejemplo, que la monogamia no es natural, como si hubiera algo que sí fuera natural. Uno puede discutir la monogamia o los dispositivos normativos de la sexualidad, pero lo que no podemos pretender es que habría una naturalidad en algunas de las posiciones sexuales. Lo que el psicoanálisis viene a descubrir es que toda la sexualidad es un artificio, no importa si es homosexualidad o heterosexualidad. Por supuesto que la heteronorma funciona y ha funcionado, el asunto es no cambiar una normativa por otra. Es decir que, en nombre de ciertos discursos emancipatorios, no instalar nuevas normativas ahí donde lo que estamos discutiendo es la normativización de la sexualidad.

¿Se vuelve a imponer el imperativo de estar en contra de lo normativo?

Exacto. La idea es que no se reemplace una institución por otra, entonces ahora hay que dejar de sostener la monogamia para sostener otra cosa de forma normativa. Lo que yo voy analizando en el libro no es tanto el contenido de los discursos, sino la enunciación prescriptiva de algunos discursos enunciados desde paradigmas de emancipación, por ejemplo el feminismo. No me llama la atención que alguien reaccionario diga que la homosexualidad no es natural, lo que sí me llama la atención es que alguien que está pensando la emancipación diga que la monogamia no es natural, que el paradigma de lo natural sea sostenido incluso por posiciones progresistas. Lo que hay que discutir es el paradigma de lo natural, porque toda la sexualidad es un artificio. Después podemos hablar de los dispositivos normativos, que por supuesto existen y se están discutiendo. Pero me parece que ahora lo que hay que analizar son cuestiones más sutiles que pasan desapercibidas.

Fotos: Agustina Tato para Revista Cheek

En cierto momento dijiste que el feminismo se volvió estéril por la repetición de consignas y mucha gente lo interpretó como si estuvieras en contra del movimiento. ¿Qué pensás al respecto?

A mí me parece un poco soberbio hablar de “el movimiento” y dictaminar quién está dentro del feminismo y quién no. Para mí el feminismo no es una autoproclamación, sino sostener una vida con prácticas feministas y revisarlas día a día. A mí, llamarse feminista y que con eso sea suficiente, me parece un poco necio porque veo muchas que lo hacen y cuando tienen un poco de poder lo imponen incluso sobre otras mujeres. En ese punto decir “el movimiento” me parece soberbio porque no hay un feminismo sino muchos feminismos. Yo no soy crítica del feminismo en sí, sino de ciertos discursos coagulados y de cierta repetición de lugares comunes que sirven para no pensar y detener cualquier posibilidad de cuestionar y cuestionarse. Las frases hechas y las consignas existen porque es mucho más fácil estar aferrados a un sistema fijo, sirven para no pensar. Sin embargo, de un tiempo a esta parte ya se están empezando a mover estos slogans porque los feminismos se repiensan a sí mismos y todo es muy dinámico. Ahora hay incluso referentes que empezaron a revisar sus propias consignas.

Sos muy activa en Twitter. ¿Qué pasa con la lógica de la cancelación que prima en esa red social? ¿Tiene algo que ver con los escraches?

Yo siempre sostuve que los linchamientos no son solo virtuales. Por ejemplo, ahora está habiendo escraches en las redes sociales y en persona a la gente que está infectada o podría ser portadora del coronavirus. Esto muestra que el escrache no es sólo una herramienta del feminismo. No se puede seguir haciendo eso en nombre del feminismo porque hay un montón de feministas que no están a favor de los escraches y un montón que si. Lo que muestra la cuarentena es que las supuestas “herramientas” de los feminismos quedan cooptadas por un estado de vigilancia y un estado policial. Yo pienso que si el Estado se está ocupando de la gente que rompe la cuarentena, no hacen falta los escraches. Pero no creo que los escraches, tal y como se fueron orquestando en estos últimos años, sucedieran porque el Estado no estuvo presente. Por ejemplo, a mi me parece que en los colegios secundarios el escrache no era la última opción sino la primera. En un momento se empezó a escrachar cualquier cosa y, como dice Florencia Angilletta, si todo es violencia nada es violencia: se genera algo que es contraproducente para distinguir la violencia. Una cosa es repensar cosas que antes no entendíamos como violencia y ahora sí, y otra cosa es el escrache generalizado que lo único que produce es sufrimiento, no sólo en el escrachado sino en la que escracha. Muchas veces hay una euforia inicial y después quien hace el escrache se queda muy sola.

Por un lado, hay que acompañar a las víctimas de violencia de género, a las cuales el Estado no les da herramientas para que el escrache no sea la única salida. Pero, por el otro, también hay que aclarar que lo contrario al escrache no es el silencio. Hay muchas mujeres que no quieren escrachar y tienen su derecho a no hacer público su caso. A veces se genera una obligación de exponer la situación y se culpabiliza a quien no lo hace. Incluso, si hay gente que no quiere denunciar a la Justicia también es válido; hay que entender el sufrimiento en su particularidad.

Fotos: Agustina Tato para Revista Cheek

Desde hace un tiempo se acuñó el término «responsabilidad afectiva» y vos diste tu opinión. ¿Cómo lo interpretás?

Para mí, una cosa es que uno se sienta herido y otra cosa es que el otro haya tenido intención de hacerlo. El otro puede producir daño, pero de ahí a suponer que sabía lo que estaba haciendo, que no existe el malentendido, que siempre está seguro de sí mismo, es otra cosa. Todas estas suposiciones están en el lugar de no querer enterarse que el otro tampoco es garante de nada. Si vos suponés que el otro sabe que te está haciendo daño, o que te lo hizo a propósito, no estás viendo que el otro tal vez tiene sus razones. No significa que uno lo tenga que justificar, estoy diciendo que el otro no siempre es consciente de lo que hace y eso a veces no se tiene en cuenta. Todo se quieren dirimir como si fuera voluntario, se quiere protocolizar cualquier relación. Después vos le podés pedir al otro que no te haga cosas y, si no deja de hacerlas, también uno puede decir: “bueno, no tengo ganas de estar con alguien que me daña”. Ese es otro gran hallazgo de Florencia Angilletta: poder distinguir daño de delito, dado que el daño es parte de las relaciones. Además, como dijo alguna vez Virginia Cano, nadie se percibe a sí mismo haciendo daño, siempre el daño es lo que hace el otro. Nunca jamás se percibe que uno también hace daño y que a veces ni siquiera está enterado de lo que hace.

Muchas veces repetimos un patrón por algo que nosotros no logramos trabajar, algo que tal vez tiene que ver con nuestra historia…

Por supuesto. Todo eso requiere algo muy difícil que es intentar pensarse, no estar tan seguros en las posiciones que habitamos, no tener miedo de vacilar un poco, no tener miedo a ser atravesados por las contradicciones, porque estamos todo el tiempo atravesados por contradicciones. Me parece que la emancipación también tiene que ver con eso y es un ejercicio permanente. Otra cosa que tiene muy mala prensa es la fragilidad. Se habla mucho del empoderamiento, que es una concepción de poder que yo no comparto; como si alguien pudiera tener poder, como si el poder no circulara, incluso a veces circula muy subrepticiamente. Yo opondría al empoderamiento la fragilidad. Habitar la fragilidad es mucho más emancipador que suponerse empoderado. Justamente la emancipación tiene que ver con cuestionar los lugares de poder: no es tomar el poder que antes tenía el otro, sino discutir las relaciones de poder y cómo se pone en acto.

Para finalizar, me gustaría pensar la idea de que hay una contraposición entre mujeres y varones, como si hubiera buenos y malos.

Para mí esas son condiciones esencialistas y me parece que lo único que hacen es fijar posiciones y no permiten salirse de ahí. Se sacraliza a las mujeres y se demoniza a los varones, cuando en verdad estamos cuestionando las maneras de habitar la sexualidad. No se puede subsumir una identidad de género a la anatomía. Si sabemos que eso se viene discutiendo hace años, estas posiciones implican un retorno. Por ejemplo, cuando alguien toma la palabra en las redes sociales bajo el nombre de Juan y le responden: «Vos no podés hablar porque sos varón». ¿Cómo sabés si Juan se autopercibe varón? Ahí hay una contradicción interesante que es vedar a alguien porque tiene nombre de varón. Esos pliegues y esas contradicciones son las que a mí me interesan; creo que ahí se aloja algo mucho más interesante que decir “callate, varón” o cuestionar que un varón puede ir a la marcha del aborto. Para mí los varones son parte de la lucha por la emancipación y, por supuesto que no de la misma manera, pero también son víctimas del patriarcado cuando se los obliga a habitar una masculinidad determinada. Por eso, la división entre demonización y sacralización me parece totalmente pueril.

*Foto de portada: Silvina Sergio 

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Dalia Cybel

Historiadora del arte y periodista feminista. Fanática de los libros y la siesta. En Instagram es @orquidiarios