Por una reforma urbana que democratice el acceso a la tierra

La crisis sanitaria y económica transformaron (para mal) la emergencia habitacional que vive la Argentina hace décadas, especialmente en las grandes ciudades, en un combo explosivo que está quebrantando el acuerdo político-social.

La falta o precariedad en el acceso a los servicios públicos domiciliarios puso en grave peligro a las familias de los barrios populares frente a la pandemia. La crisis económica y el desempleo no solo pusieron en debate la alimentación de las familias, sino también su techo. El problema también alcanza a la clase media: desde los 90 hasta hoy, la cantidad de familias que alquilan se cuadruplicó en las principales ciudades, llegando a 9 millones de personas en todo el país. En ese contexto, las políticas habitacionales basadas en el crédito y en el mercado se volvieron inútiles. Las recientes ocupaciones de tierras en el conurbano desnudaron esta realidad, pero el debate quedó atrapado en la grieta partidaria, lo que anuló la posibilidad de proponer y discutir posibles caminos y soluciones.

Por una parte, están los que analizan estos hechos desde una mirada a posteriori, parcial y una perspectiva punitivista, categorizando las ocupaciones como un problema de seguridad y delictual: Berni dixit. Esta mirada parcial contempla la situación desde el aspecto de la seguridad sólo como protección de la propiedad privada o estatal. Es parcial no equivocada, toma partido. Nuestro pacto constitucional establece que el privado sólo puede ser desapoderado de su tierra por venta voluntaria o venta forzada previa declaración de interés público e indemnización (expropiación). Por ejemplo, la Ley 27.453 ordenó la expropiación de la tierra ocupada por 4416 Barrios Populares (villas) en todo el país para avanzar con procesos de reurbanizacón y regularización dominial. Esta es la regla que consensuamos como comunidad política. Nadie tiene la obligación de soportar una carga mayor que el resto para solucionar problemáticas colectivas, menos cuando esa carga ni siquiera está estipulada en la ley. Con una gran salvedad, los que más propiedades y riquezas poseen sí tienen la obligación de aportar más a la comunidad. Este es un principio constitucional de contribución al financiamiento del Estado (art. 4). Pero volviendo al tema, las ocupaciones no están habilitadas legalmente y no discriminan entre tipos de propietarios.

¿Cuál es el otro lado de la montaña que no se logra ver desde esta postura? La otra ladera, que parece sólo visible o tangible para quienes viven en ella, como si se tratara de una tierra misteriosa: la crisis habitacional. Dentro de los componentes jurídicos que conforman un derecho, la seguridad no es un concepto que sólo se refiera a la protección y respeto de los derechos de propiedad, a la vida o a la integridad física. También alcanza a otros derechos como la alimentación, la salud y, entre otros, el derecho a la vivienda adecuada. La inseguridad no la vive únicamente quién padece la ocupación de su predio, también la viven las millones de familias que no tienen acceso a una vivienda, que viven en condiciones indignas, hacinados o sin servicios públicos o que son deudores perpetuos, como las familias inquilinas angustiadas mes a mes porque sus ingresos no son suficientes para el pago del alquiler, etcétera. Es lo que se conoce como inseguridad en la tenencia de la vivienda o en el ejercicio del derecho a la vivienda. Quien no tiene una vivienda adecuada (con todo lo que ello implica) sufre inseguridad. Así, en las tomas existe una doble vertiente de seguridad, que debe ser cuidada y protegida: la del propietario sobre su propiedad y la de las familias en su ejercicio efectivo del derecho a la vivienda.

No opinaremos aquí si las ocupaciones constituyen o no un delito de usurpación porque eso depende de cada caso. Algunas pueden ser alcanzadas por la tipificación penal, la gran mayoría no lo son, pero son ilegales. Hay casos excepcionales, como la ocupación de tierras que por constitución les pertenece, como es el caso de los pueblos originarios. Pero al final de cuentas, la casi totalidad de las familias que ocupan tienen la espada de Damocles del desalojo sobre sus cabezas. Massa estuvo recordándolo permanentemente estos días. Si ambas partes, el propietario y las familias que ocupan, se encuentran en situación de inseguridad, resulta evidente que la criminalización de la parte con más necesidad y el empleo del aparato judicial, como políticas de solución al problema, son extremadamente equivocadas e injustas con la población a quien se le está violando un derecho humano.

La solución punitivista no es una real solución, ni justa en términos constitucionales, porque ésta funciona cuando una persona se desvía unilateralmente de los consensos sostenidos por la comunidad política. Pero la crisis habitacional y la pobreza mayoritaria de la población en este contexto son la muestra de que el orden y los acuerdos constitucionales están absolutamente quebrantados e incumplidos, por múltiples actores. También por parte del Estado que es quien posee el monopolio legítimo del uso de la fuerza y es el garante del respeto y ejercicio de cada uno de los derechos humanos. Frente a la violación sistemática de la Constitución (en otros países se habla de un Estado de Situación de Inconstitucionalidad Generalizada) es injusto, inmoral y hasta inconstitucional exigir con la sanción penal el cumplimiento de una parte de la Constitución (respeto de la propiedad) cuando no se respetan para dicha persona decenas de otros derechos (vivienda, salud, alimentación). Ni que hablar cuando se trata de abordar el tema con balas. Recordamos el principio inveterado que nos llega desde el derecho romano: la exceptio non adimpleti contractus (el derecho a negarse a cumplir su obligación mientras los otros no cumplan con la suya).

No cabe contaminar esta discusión con disertaciones sobre la existencia de mafias que ocupan predios y luego los venden a las familias necesitadas. Muchos sabrán que donde hay una necesidad surgen negocios, principalmente los que durante décadas pasadas gobernaron las ciudades como espacio de negocios y de caja política, permitiendo el auge de la especulación inmobiliaria y la desregulación absoluta del mercado.

Por otra parte, están quienes dicen que las tomas son un problema de déficit habitacional (la ministra Sabina Frederic) y de necesidad (Kicillof). Esta postura advierte una parte del problema, la que se encuentra en la otra ladera de la montaña, que suele permanecer en las sombras, ocultando a la agenda pública las situaciones que conforman la crisis habitacional. Esta postura tiene el valor de reconocer lo que suele ser olvidado a menudo por quienes tienen alguna forma de poder. Sin embargo, al no prestar atención a la otra ladera, no contempla la realidad de quienes padecen las ocupaciones. Sus defensores, al no tener una postura clara con relación a la ladera soleada (la defensa de la propiedad), van postulando criterios erráticos de una entrevista a otra, pasando desde soslayar esta parte del problema, a calificar como ilegales las tomas y hasta acusar de delincuentes a los ocupantes desesperados.

Esta postura, al ser meramente descriptiva, sin un despliegue propositivo permanente y profundo, irrita a la población. Tanto a quienes sufren las ocupaciones, como a quienes ocupan por estar en emergencia habitacional. Nombrar lo evidente no genera magia para alcanzar las soluciones.

La cuestión esencial que no advierten estas dos posturas (inseguridad del propietario/inseguridad de las familias), es que la población ha ingresado en una dinámica del uso de la fuerza (a) para favorecer sus intereses o (b) para tomar justicia por mano propia, en ambos casos por ausencia estatal. (c) También que el sector inmobiliario ha incrementado su actuación por fuera de la ley, por connivencia entre los desarrolladores inmobiliarios y sectores importantes de los gobiernos (corrupción).

La población, sin respuesta de la comunidad política organizada en el Estado, por omisión de control y por su connivencia, avanza por su cuenta. Otro alarmante indicio de que la Constitución como acuerdo político está quedando en letra muerta. Una muerte que no podemos permitirnos.

Por ejemplo, en los sectores informales (villas, inquilinatos), los propietarios o quienes actúan como tales (en muchos casos poseedores sin título de propiedad por ser los primeros ocupantes), frente a la ausencia estatal, actúan como señores feudales que discriminan a las familias negándose a alquilarles por tener hijos o estar integradas por personas con discapacidad. En esta crisis, son innumerables los casos de desalojos por falta de pago del alquiler, sin juicio previo, aunque se encuentren prohibidos por el DNU 320/2020.

Las familias en extrema emergencia habitacional ejercen por la fuerza su derecho a una vivienda adecuada (justicia por mano propia) por falta de una eficaz respuesta estatal. En otros países, en situaciones análogas, se avanza en la construcción del concepto de autotutela de este derecho, ante el abandono del Estado de sus funciones en este aspecto. Las familias buscan un camino sin considerar los acuerdos sociales, para lograr una vivienda adecuada, aunque en las ocupaciones dicha vivienda no tenga nada de digna ni de adecuada, y quizás nunca lo sea, si no son desalojados, por hacinamiento o falta de servicios. Las villas de la ciudad ya son centenarias y siguen sin acceso a servicios básicos, y la Villa 31 (Barrio Carlos Mugica) casi duplica la densidad demográfica de Caballito, por ejemplo.

En Mascardi, un grupo de vecinos también quiso hacer justicia por mano propia, según su entendimiento de justicia. El Ministerio de Seguridad Nacional intervino denunciándolos, pero a la vez no cumple con su obligación de finalizar el relevamiento de tierras de los Pueblos Originarios.

El país al margen de la ley, caracterizado hace bastante tiempo en las cuestiones relacionadas con la tierra y las edificaciones, tiene una particularidad. Hay que remarcar que como comunidad somos muy intolerantes a los actos de fuerza de las familias sin vivienda que deciden realizar una toma, pero no nos preocupamos cuando los grandes desarrolladores inmobiliarios se quedan con tierras públicas ilegalmente (por ejemplo, los casos del shopping Distrito Arcos o del emprendimiento inmobiliario Ciudad Palmera) o cuando la planificación de una ciudad se ve destruida por la sistematicidad de un gobierno en entregar permisos ilegales para construcciones a sus empresarios amigos, como es el caso de la Ciudad de Buenos Aires. La ilegalidad sistémica (corrupción) en el sector inmobiliario es plena responsabilidad de la clase política que gobierna. La ciudadanía porteña, en general, permanece impasible frente a la constante aprobación de leyes de blanqueos inmobiliarios, leyes de legalización de obras ilegales. Este lunes 7 de septiembre se trata una nueva reforma del Código Urbanístico de la Ciudad para legalizar, por ejemplo, el emprendimiento de NorthBaires en Palermo Chico o el de Marcelo Mindlin en Belgrano.

La contracara de la justicia por mano propia es un Estado y una comunidad que han fracasado rotundamente en garantizar a sus integrantes el ejercicio de derechos humanos y fundamentales como la vivienda en este caso, entre otros. Este fracaso no es reciente ni es superficial y no le corresponde a ninguna de las dos partes visibilizadas en el conflicto entre ocupados y ocupantes de las tomas, o entre propietarios vs. no propietarios. Tenemos que buscarlo en la base de sustentación de la montaña. Nos referimos al sistema (diseño de las reglas del juego y su desigual cumplimiento) que ha permitido la actual dinámica excluyente del mercado.

Las reglas de juego no pudieron evitar que se produzca una exacerbada concentración del poder inmobiliario, ya sea por la astucia para explotar las posibilidades o por la impunidad en la violación sistemática de las normas. Un sector de la población se ha nutrido con voracidad extrema de las fallas regulatorias y de control del sistema, y lucra en base a mantener un desequilibrio permanente entre oferta y demanda, para que las condiciones de acceso a la oferta “disponible” siempre estén en el límite y le aseguren el máximo lucro con cada operación, aún a riesgo de llevar al mismísimo sistema a la quiebra, y a costa del respeto por los derechos constitucionales. No está de más recordar en este punto que la última gran crisis del 2008 (burbuja inmobiliaria) tuvo su origen precisamente en esta acción perversa de determinados actores clave sobre el mercado de vivienda.

La mirada realmente ausente ante estas encrucijadas es la que exige erradicar esta dinámica perversa y reestructurar toda la sociedad y su marco normativo, para que no haya necesidad habitacional, para que no exista inseguridad para las familias en déficit habitacional ni inseguridad para los propietarios en el goce de sus respectivos derechos. Es más, debemos reorganizar los fundamentos de nuestras ciudades para que vaya desapareciendo la división clasista entre propietarios y no propietarios, entre quienes son dueños literales de las ciudades y quienes quedan habitando en las periferias urbanas (las calles, las villas) o se transforman en deudores perpetuos en su eterna condición de familias inquilinas.

Esta reestructuración debe ser profunda y radical para sostener a la comunidad y evitar un desmembramiento que podría desembocar en una violencia creciente entre sectores que van perdiendo los lazos políticos.

Por esto resulta imprescindible hablar de una REFORMA URBANA. La Argentina es en un 92% urbana. Las políticas y propuestas de la vuelta al campo, si se concretan con éxito, lograrán bajar tan sólo unos dígitos ese porcentaje.

La Reforma Urbana implica esencialmente democratizar la propiedad urbana partiendo de la función social y ecológica de la propiedad. Debemos desconcentrar la propiedad del suelo urbano y de las viviendas. No debemos conformarnos con hablar de cómo garantizar el mínimo del derecho a la vivienda. Debemos discutir los topes al ejercicio de un derecho, en este caso, el de propiedad sobre el suelo y los bienes inmuebles, para cuestionar su concentración cuando entra en conflicto con otros derechos constitucionales. Para terminar con la pobreza habitacional debemos discutir la igualdad de la propiedad urbana.

La salida por arriba del laberinto no es con políticas estatales de crédito, de subsidio a la demanda o construcción de complejos de viviendas con tierra pública. Si solo adoptamos estas medidas continuaremos alimentando la misma dinámica de concentración por quienes hacen uso de la ley del más fuerte en un mercado desregulado. En esta dirección solo agrandaremos los caminos del laberinto.

Se debe modificar el sistema que ha permitido que lleguemos hasta aquí. El sistema no son los ladrillos ni siquiera de la tierra inerte. Tenemos millones de viviendas ociosas construidas, el problema no es la falta de casas sino las reglas de juego. El sistema son las relaciones permitidas y prohibidas entre las personas, los derechos y las obligaciones, la determinación de quiénes deciden y quiénes obedecen, y a quiénes se hace cumplir la ley y a quiénes no.

Se debe desandar la actual regulación del mercado de suelos, de inmuebles y de alquileres, heredada de viejos códigos obsoletos, para construir una nueva regulación con criterios de desmercantilización, de desfinanciarización y de democratización. Por desmercantilizar entendemos que se debe encuadrar las actividades relacionadas con la vivienda dentro del marco de un servicio público, en forma similar a como se estructuraron los servicios públicos de educación o de salud. Reconociendo una gestión privada y una gestión pública. Sin eliminar el mercado, pero garantizando entre ambos sectores que ninguna persona se quede sin vivienda por falta de capacidad económica. Desmercantilizar es tomarse en serio que la vivienda es un derecho humano. Por desfinanciarización entendemos que debe desdolarizarse el sistema habitacional e impedir que las viviendas sean utilizadas meramente como instrumentos de reserva de valor o para especulación financiera.

La creencia en las actuales reglas de juego se desmorona, porque se evidencia su ineficacia y su desconexión con la realidad, y porque se ha entronizado la ley del mercado que no es solamente la de la oferta y la demanda sino también la ley de la selva, la del más fuerte. Por eso, surge la violencia y la opresión. Sólo una sociedad esquizofrénica puede aceptar el actual contraste entre los derechos y la realidad, pero la vida y la dignidad que luchan nos impiden llegar allí.

Este es el estado de situación. Es hora de no mirar solo una ladera de la montaña sino de modificar las bases que la sustentan. ¿Qué vamos a decidir como comunidad? ¿Qué decidirán quienes nos gobiernan? ¿Cómo construiremos el puente entre la realidad y la norma, entre las necesidades y los derechos, entre la soberanía política y ciudadanía? Nosotros apostamos por la REFORMA URBANA.

 

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