El agua no tiene precio

💧A un mes de conocida la noticias, Jóvenes por el Clima analiza las implicancias de la mercantilización de la naturaleza a partir de la cotización del agua futura en el Mercado de Futuros de Wall Street.

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El 2020 fue sin lugar a dudas un año en el que se puso de relieve las ineludibles consecuencias que tiene la relación del ser humano con la Naturaleza: desde una pandemia zoonótica que mantiene aún hoy en vilo a la Humanidad, sequías históricas, incendios forestales y una temporada récord de huracanes en el Atlántico, hasta el desplazamiento de 10 millones de personas en África y Asia por lluvias torrenciales y 9 millones de muertes por la polución del aire y el agua. Cómo enfrentaremos las sociedades del mundo los escenarios cada vez más complejos que nos plantea el avance de la crisis climática y ecológica es una de las grandes disputas e interrogantes de nuestro tiempo.

En este marco, el 7 de diciembre de 2020 amanecimos con una noticia que confirma el rumbo que viene tomando la comunidad internacional: el agua comenzó a cotizar como commodity en el mercado de futuros de Wall Street. En concreto, lo que se empezó a comercializar no es el agua en sí, sino los derechos de uso, práctica que ocurría de manera informal entre productores agropecuarios de muchos países del mundo, pero que ahora se formalizó en los mercados financieros internacionales. El índice según el cual cotiza es el Nasdaq Veles California Water (sus siglas son NQH2O), el cual toma como referencia los indicadores de precios futuros del agua en California. El desencadenante de este suceso es la crisis hídrica que atraviesa dicho estado como consecuencia del cambio climático.

Este suceso constituye la máxima expresión de la lógica de los mercados frente a la crisis climática y ecológica: ante escenarios cada vez más complejos, signados por la escasez de recursos tan esenciales como el agua, lejos contribuir a revertir la situación, habilita la especulación a partir de la necesidad.

La mercantilización de los elementos de la Naturaleza (como el aire y el agua)  y de sus procesos y funciones no resulta una novedad: es de hecho, para muches economistas, la vía de solución a los problemas ambientales. Según esta visión, el cambio climático, la pérdida de biodiversidad y la contaminación del aire emergen como una falla del mercado, que no logra valorar adecuadamente a la Naturaleza porque la misma no tiene un equivalente monetario. Si lo tuviera, dicen, los agentes incorporarían en sus decisiones de producción y de consumo los costos que tiene, por ejemplo, contaminar el curso de un río. Sin embargo, como en los hechos el mercado no logra ponerle un precio a estos bienes, quien debe hacerlo es el Estado a través de impuestos, subsidios y el diseño de mercados.

Este enfoque puede ser criticado desde múltiples ópticas, empezando por el hecho de que lejos está de problematizar los modelos de (mal) desarrollo, que son en definitiva la causa primera de la escasez de recursos y que nos llevan al colapso ecológico, la desigualdad extrema y la pobreza de grandes porcentajes de la población. O como señala la Red Indígena de Norteamérica sobre la mercantilización de los bosques nativos, son una forma de colonialismo que marginaliza a los sin tierra y priva a las comunidades del derecho a vivir en sus territorios. Sin embargo, aún obviando los innumerables reparos para con esta visión, su mayor problema es que peca de ineficiente: desde la Cumbre de Río en 1992 que se viene intentando implementar esta receta de la “economía verde” sin éxito. Nos dirigimos a un aumento de la temperatura hacia 2100 que superará los 3 grados centígrados, y los objetivos de los tan celebrados acuerdos internacionales (ver Acuerdo de París) se esfuman frente a nuestros ojos.

Esta mala administración del mercado en momentos de crisis se evidenció una vez más durante la pandemia, en la que estando la zoonosis directamente relacionada con la pérdida de la biodiversidad, la amplia parálisis de las actividades económicas no incluyó el avance sobre ecosistemas fundamentales como bosques o humedales. Por otra parte, la mercantilización de los bienes comunes naturales da lugar al absurdo de que quienes más lucran y contribuyen a la generación de la crisis son los que más herramientas tienen para hacerles frente, mientras que, paradójicamente, los sectores históricamente postergados que menos contribuyen, son los más afectados por estas consecuencias.

Más aún, en el caso del agua, a diferencia de otros bienes históricamente limitados como el oro, el eje del conflicto no está solo en cómo racionar el recurso sino también en cómo asegurar su accesibilidad para el conjunto de la población, siendo el agua un bien reconocido ya desde 2010 por la Asamblea General de las Naciones Unidas como un derecho humano.

Este suceso, por un lado, nos invita a reflexionar respecto a los límites del mercado, mecanismo que no puede ni debe ser el que administre las catástrofes socioambientales que se derivan de la crisis climática. Y por otro lado, se manifiesta como signo de nuestro tiempo, evidenciando la inminencia de futuro distópicos atravesados por la seria escasez de recursos.

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