Hace unos días Santiago Maratea, influencer e incansable trendic topic nacional, volvió a desatar una polémica en redes a partir de una nueva campaña solidaria. Esta vez la revuelta comenzó luego de que “Trans argentinxs”, una organización apartidaria dentro de la Federación LGBTIQ+, realizara un vivo de Instagram contando las problemáticas que atraviesa del colectivo travesti-trans, con énfasis en las infancias. A partir de la noticia, el influencer decidió recoger la posta con el objetivo de juntar 30 millones de pesos para crear una fundación que ampare a las personas trans, algo que -según él- hasta el momento no existía.
Ésta no es la primera colecta organizada por Maratea. El joven, que desde sus inicios donaba parlantes, entradas a recitales y vouchers, fue conductor de Vorterix y ahora recauda plata para las personas que, a su criterio, más lo necesitan. En su lista de logros ya viajó a Miami para conseguirle el medicamento más caro del mundo a una bebé, compró la casa de la organización Madres de la Trata y donó dos camionetas a la comunidad Wichi. Amado y odiado por etapas, el rubio de clase alta encarna un perfil deconstruido y rebelde sin esconder sus ostentosos gustos y siempre dejando en claro su propósito de fundar una ONG más grande que Google.
Más allá de todas las críticas, posiciones o encontronazos que unx pueda tener ante cualquier accionar de las personas mediáticas, el debate sobre si está bien lo que hace el influencer tiene un gran trasfondo histórico y político. ¿Cuál es el fin de conseguir dinero -de otrxs- una sola vez para algún sector que lo necesita? ¿Qué es lo que efectivamente nace desde la concepción de solidaridad a través de la colecta?
A partir de los dichos del influencer, parte de las organizaciones políticas y sociales que militan en la comunidad LGTBIQ+ se sintieron invisibilizadas y desplazadas. Entre ellas Infancias Libres, encabezada por Gabriela Mansilla, mamá de Lulú, la primera niña en obtener su DNI a través de la ley de Identidad de Género, que trabaja todos los días para que las niñeces trans tengan un presente y futuro digno. La diferencia es que en ese caso la caridad, el victimismo y la pobreza no son los protagonistas de la historia.
Pero, ¿cómo dirimimos el conflicto más allá de las posturas de héroes y villanos? No se trata del propio Maratea, ni es una discusión personal. El nudo tiene que ver con una concepción de ayuda muy errada ligada a la beneficencia y la indefensión. La a-política y la lógica de salvación heroica (masculina) remiten a un solo significado: depende de mí, yo te salvo, pero sin articulación con nadie, o sea que es aún más personalizado e individual.
En un país donde la historia de adquisición de derechos humanos y políticos se dio a nivel colectivo, en la misma semana donde se logró sancionar la ley de Cupo Laboral Trans, reapropiarse de manera individual y superficial de una causa que ya está encabezada por una comunidad, recae en una visión chata y estereotipada del pobre que debe ser salvado.
No sirve con levantar un edificio en Palermo, San Isidro o Martínez brindando información que ya es accesible gracias a las organizaciones, no sirven la ecología de campañas verdes ni las oficinas de género super modernas que le dan la espalda al grupo minoritario o violentado. Es errado seguir pensando que lo único que le brinda legitimidad a las minorías son instituciones administrativas, incluso cuando esto muchas veces reduce su potencia a una administración de cartón. La ayuda más ligada a la lástima que a la empatía no hace más que replicar los discursos de la política liberal que empapa a nuevas generaciones de culpa de clase y limosna disfrazada de solidaridad.
Es peligroso tener que aclarar que las políticas públicas articuladas con la educación, la salud y la economía son lo necesario para garantizar los derechos adquiridos y efectivizarlos en la práctica. No se necesita un pabellón de pediatría únicamente para infancias trans (idea retomada de Santi Maratea), sino que se necesita el efectivo y estricto cumplimiento de la ley de Identidad de Género. No se necesita un vagón pintado de rosa exclusivo para mujeres, sino políticas públicas que protejan, autonomía económica y prevención de las violencias. No sirve una oficina únicamente para personas trans si no se va a cumplir la ley de Inclusión Laboral. No necesitamos generar más espacios “solidarios” que repliquen lógicas re-victimizantes y discriminatorias ante la falta de escucha, información y de articulación.
El problema es la subestimación. Es la nueva era de solidaridad a la que Eva Duarte le cerró la puerta. Es una culpa de clase que genera más diferencia, es más brecha, es más asimetría, más violencia y más exclusión.
La limosna no va más.
Es la lástima y no el influencer lo que queda por desarmar.