La masculinización del sindicalismo, un techo de cristal sobre nuestras ambiciones

✍️ En el sindicalismo argentino se estima que sólo el 18% de las mujeres ocupan cargos de conducción. De ese número, el 74% corresponde a áreas de igualdad de género, cultura o servicios sociales. Una lucha que se salda con representación.

No hay dudas de que el mundo avanza a pasos agigantados. La tecnología, la globalización, las demandas emergentes y la organización de diversos colectivos han permitido conquistar y avanzar en la lucha de nuevos derechos y garantías. Y si bien parece que hemos evolucionado, aún no es suficiente. Esto se transluce y se evidencia en la historia de las mujeres trabajadoras, que hasta la actualidad somos sometidas a la cultura machista y patriarcal.

Diferentes formas de organización a lo largo de la historia lograron representar las demandas del pueblo trabajador y, sin duda, han logrado en mayor o menor medida efectividad. Pero en la actualidad hay un actor fundamental, o mejor dicho una actriz fundamental, prácticamente al margen de las organizaciones sindicales. Además, la sociedad salarial se ha roto, y ya no es la misma que la del siglo pasado, en donde las fábricas, los talleres y los comercios, marcaban el orden social y cultural de una sociedad que se movía al ritmo del trabajo asalariado.

En este contexto es preciso señalar que la lucha de estos actores y actrices fundamentales, que son las mujeres y diversidades, las trabajadoras y trabajadores de lo que hoy se conoce como economía popular, marcan el nuevo rumbo de una sociedad que debe mirar hacia el futuro, y dar respuesta a las nuevas demandas de estos sujetos y sujetas de derecho. 

Por ello, este breve texto está motivado en la gran lucha de las mujeres. Como es sabido, el movimiento obrero argentino ha sido protagonista de innumerables acontecimientos que han marcado a fuego su idiosincrasia. Incluso las primeras luchas obreras y agremiaciones sindicales en nuestro país, que se remontan a la segunda mitad del siglo XIX, lo hacen en el contexto de una Argentina recién constituida como Estado Nacional con una industrialización temprana y un incipiente proletariado con conciencia de clase, demostrando realmente su influencia en la conformación del Estado naciente. Una nueva sociedad “moderna” que emergía a través del consumo y la ostentación, una sociedad en donde las mujeres serían los perfectos adornos para los hombres que iban dominando los espacios públicos, frente a las mujeres que se convertían en las “reinas” del hogar.

Se consolidaron al mismo tiempo dos ideales de género: para las mujeres la maternidad se delineó como la meta y el fin de sus vidas y como un dato fundamental para la salud de la raza y de la Nación; para los varones se acentuó la función de productor, proveedor y actor fundamental de la vida política. El mundo del trabajo también cambió radicalmente y las fábricas y talleres se extendieron en las ciudades más importantes; los campos se modificaron con la expansión de la ganadería y la agricultura; y crecieron las actividades comerciales y los servicios. Aunque se fue conformando como predominantemente masculino, las mujeres se incorporaron al trabajo asalariado empujadas por la necesidad o por deseos inconfesables de autonomía.

En este contexto, el trabajo también adquirió claramente roles de género que aún perduran en la actualidad. Las mujeres se dedicaron en su mayoría a realizar trabajos vinculados a las tareas del cuidado, de enseñanza, del hogar, así muchas se dedicaron a ser amas de casa, enfermeras, maestras, costureras, cortadoras de carne, empleadas domésticas, o de comercios. Mientras los hombres se dedicaban al “trabajo pesado” vinculados con el puerto, el transporte, la industria, producción y todas aquellas ramas que económicamente resultaban importantes. El trabajo sin dudas se sexualizó, y desde comienzos del siglo XX esto condicionó no solamente a las mujeres sino también a los hombres que quisieran dedicarse a otras tareas que no estaban “vinculadas” con su género. Además, dejó a la mujer en un papel secundario, mostrándonos como la parte más débil, cuando en realidad es todo lo contrario. Puesto que, además de trabajar, la mujer realiza tareas del cuidado y del hogar, un trabajo que no conoce de salario, ni límite de jornadas, ni domingo, ni vacaciones, ni descanso alguno.

Claramente la historia parecería que la han contado además de los que ganan, los hombres, porque las luchas del movimiento obrero pocas veces reconocen y reflejan la fuerza, y la extraordinaria acción de las trabajadoras, que además de sortear prejuicios, desidias, y situaciones adversas, han luchado a la par, cargando con tareas del hogar que la cultura patriarcal aún impone. Parafraseando a la historiadora Mirta Lobato: “…En un mundo laboral asalariado, mayoritariamente masculino, parece lógico que los sindicatos fueran organizados por varones y se conformaran como espacios de sociabilidad masculina. El sindicato era un lugar donde los hombres se reunían para debatir los modos de organización y los métodos de protesta apropiados para mejorar la vida obrera. Se articulaba sobre una noción de militante sacrificado que, luego de las horas de trabajo, entregaba parte de las horas de descanso por el bienestar de todos, incluso de las mujeres. En general, en toda América Latina, pero no sólo en ella, las organizaciones gremiales fueron dominadas por los varones y ellos definieron al gremialismo sobre la base de ciertas cualidades necesarias como militancia y solidaridad, así como sentido de poder, honor y coraje. En la primera década del siglo XX, bajo la influencia de ciertas nociones iluministas y racionalistas, los cerebros obreros iluminados, incluso los de las mujeres, podrían ayudar a los otros y ayudarse a sí mismos a liberarse de la opresión y de la explotación. Fue entonces cuando los organizadores varones de distintas ideologías (anarquistas, socialistas) promovieron la formación de sindicatos y federaciones de mujeres, impulsando y acompañando a sus compañeras de militancia. En ese momento fue también cuando algunas mujeres intentaron organizar sus propios sindicatos”. 

Ese maravilloso despertar combativo de una sociedad en apariencia de pares, parece haber quedado trunco, no solo por el poco reflejo en la historiografía sobre la lucha de las mujeres trabajadoras, sino además sobre la poca participación femenina en la actualidad en cargos de conducción que componen el movimiento obrero, y sobre todo por las conquistas que por aquellos años parecían transgredir un sistema que a la luz del siglo XXI debería haber progresado a pasos agigantados, y se detuvo.

La historia demuestra que hemos sido relegadas durante mucho tiempo, que nuestro rol no solo se subsumió a lo reproductivo, sino también a una sociedad de consumo en donde los estereotipos de belleza jugaron un papel preponderante. Tal es el caso de la moda, o mejor dicho de la industria textil, del vestido y del calzado, que no solo implican tendencias y colores, sino un negocio millonario, prácticamente desregulado en donde prácticas del siglo pasado se siguen reproduciendo con total naturalidad. En la industria de la confección de prendas de vestir, el trabajo a domicilio resulta la modalidad conveniente para el empresariado debido a que permite, por distintas vías, una disminución de costos, a la vez que dificulta los procesos de organización y lucha corporativa de las obreras y obreros.

Si bien el trabajo a domicilio en la Argentina está regulado desde 1918, nada parece haber cambiado. La industria textil ha convertido al trabajo a domicilio en una explotación semi encubierta, con el único objetivo de extracción de plusvalía, a partir del alargamiento de la jornada laboral y la rebaja de salarios respecto de las obreras y obreros internos. Siglos de lucha de las costureras se ven invisibilizados, en un sector de trabajo no registrado, de bajísimos salarios, de extensión de jornadas laborales y las peores condiciones de seguridad e higiene.  

Sin embargo, aquella lucha que fue perdiendo poder de movilización, pero no de reclamo, ve poco reflejadas sus demandas en un modelo sindical claramente machista y burocratizado, atado a cambios en los procesos de trabajo y producción, en diversas ramas, a la globalización, y a la sociedad de consumo, que ha generado una cultura del descarte, sin contemplar a aquellos que ya no son parte de la sociedad asalariada.  

Invisibilizando siglos de la lucha obrera feminista, para convertirla en una lucha de intereses, casi centralizando el sindicalismo, en aquellos gremios que solo tienen importancia económica, como el transporte, los ferroviarios, marítimos, metalúrgicos y que generalmente siempre han sido asociados con lo masculino. Ya no es solo una lucha por la coerción ejercida por patrones, jefes y capataces, incluso por sus propios compañeros varones, ahora también es una lucha interna por el reconocimiento de nuestro lugar en el movimiento obrero. Hemos avanzado mucho, pero aún falta muchísimo más, y la deuda no se salda con una simple capacitación de género. Se salda con representación.

En el sindicalismo argentino se estima que solo el 18% de las mujeres ocupan secretarías, es decir, cargos de conducción. De ese número, el 74% corresponde a áreas de igualdad de género, cultura o servicios sociales, es decir que han sexualizado nuestros roles, asumiendo, que somos “reinas del hogar” y que solo podemos dedicarnos a tareas vinculadas al cuidado, a la ayuda social o al arte. Solo el 5% por ciento de mujeres llegó a conducir un sindicato, y solo una mujer ha ocupado la Secretaría General de la CGT integrando un triunvirato entre 2004 y 2005. SOLO UNA, en tantos años de lucha, en tantos años de historia. 

Es claro que nuestro rol aún sigue siendo secundario -confinado al ámbito privado y doméstico- en relación con los varones que se configuran como productivos y proveedores. Y si bien la incorporación masiva de las mujeres en el ámbito laboral en las últimas décadas puso en tensión los típicos modelos de organización de la vida familiar y laboral, aún no quedan saldadas ciertas cuestiones fundamentales que hacen a la equidad y la igualdad. 

La masculinización del sindicalismo y la cultura patriarcal nos han impuesto un techo de cristal por encima de nuestras ambiciones, nos han vedado la posibilidad de ocupar cargos de conducción, representativos, y sobre todo nos han quitado poder de decisión. Son tiempos de cambios profundos, de retomar luchas históricas de quienes nos antecedieron, de no tener miedo a pedir lo que nos corresponde por derecho propio, de dejar en claro que no somos el sexo débil, sino el más fuerte que ha soportado por siglos la presión social de ocupar el papel reproductivo y doméstico como mandato, además de nuestras propias responsabilidades. Tenemos el desafío enorme de extender el movimiento feminista a los distintos escenarios de la vida social, de conquistar nuevos derechos, y sobre todo de ocupar un rol central en el sindicalismo argentino.

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