El 19 de diciembre de 2001, el entonces presidente Fernando De La Rúa declaraba el Estado de Sitio en todo el territorio argentino. Su objetivo era evitar los saqueos que se multiplicaban según pasaban las horas en supermercados y negocios de todo el país. La pobreza y la desigualdad habían explotado y el pueblo perdía su último estandarte de resistencia: la calle.
Un año antes, una deuda de Marcelo Tinelli (Ideas del Sur) con la TV Pública (en ese momento canal 7 manejado por Darío Lopérfido) obligaba a sacar a la cancha dos contenidos de bajo costo pero que cambiaron la televisión argentina para siempre: Todo por dos Pesos (programa de humor de Diego Capusotto) y Okupas.
A medio paso entre Los Siete Locos de Roberto Arlt y Casa Tomada de Julio Cortázar, la serie cuenta la historia de Ricardo (Rodrigo de la Serna), un joven que pasados los 25 años se cae de la clase media y abandona la facultad de Medicina. Sin ningún objetivo a la vista, una prima abogada le ofrece ocupar temporalmente un caserón recientemente desalojado en el barrio de Congreso, en una ciudad que empieza a resquebrajarse cruelmente, cuando el ocaso de los noventa estaba dejando un 70% de pobreza.
Ricardo se transforma de esa manera en un instrumento de las clases más acomodadas, que lo usan para que sus inmuebles no se desvaloricen tanto. Las calles, víctimas de la tragedia neoliberal, guardan drogas, delincuencia y peligros pero también amistadas profundas: Walter (un rolinga paseador de perros), Pollo (líder natural y el que mejor interpreta su contexto) y Chiqui (un bohemio, con matices metafísicos, que se queda en la calle para recuperar un amor perdido), son quienes acompañarán a “Richard” en esta aventura que relata como nunca antes y nunca después el desangrado social de aquellos años.
A ellos los echan constantemente de todos lados. De la casa varias veces (cuando dejan de ser útiles), pero también de boliches, restaurantes, relaciones amorosas, trabajos, estructuras. La calle contiene y a la vez relata cada paso de los excluidos del sistema, que unen sus soledades para, a los codazos, anclarse en algún lado o apenas sobrevivir.
20 años después, la Ciudad cicatrizó algunas heridas y creó nuevas, pero mantiene una lógica de excluir a una parte de la sociedad cuando las crisis atacan. Algo así como dar en sacrificio al dios del capitalismo a miles de pibes que promedian los 20 años, que no se pueden transformar en sujetos de producción permanente. Los que vivimos aquellos años en que los “Pollos” y los “Ricardos” recorrían las calles en busca de su destino, los vemos nuevamente (aunque nunca estuvieron tan lejos).

Entre las cosas que se repiten en el ayer y el hoy está lo que pasa cuando el Estado está ausente, al igual que la contención social y familiar. Y aunque parezca contradictorio desde una visión clásica, donde falta el Estado tampoco aparece -ni ayer ni hoy- el mercado formal. La diferencia es que en 2021 le llaman “emprendimiento”, lo que a fines del siglo pasado “El Pollo” le llamó “rebusque”, pero la verdad es que ninguno tiene un trabajo que le permita cierta estabilidad o perspectiva más allá del corto plazo.
Hoy Walter probablemente trate de conseguir una bici para ser parte de alguna app de entrega de pedidos, en lugar de pasear perros. Podemos discutir si le iría mejor.
Además la mirada acusadora del otro. Además el pedido de ayuda que no se escucha. Además la rigidez de las normas que oprimen. Además la hipocresía de los que sacan beneficio a la desesperación. Son todas escenas que se repiten y no perdieron vigencia ni un segundo en los últimos 20 años.
En el medio está la historia reciente de nuestro país. Las escenas se mezclan casi de forma casual con marchas de jubilados, protestas de estudiantes y reclamos a los bancos, a solo unos meses del mayor estallido social de la historia. En Okupas todo ocurre sobre ruinas (ruinas económicas, ruinas sociales, ruinas culturales, ruinas físicas), que obliga a reconstruir a partir de nuevos lazos afectivos. Algo que nos lleva a buscar paralelismos con una sociedad que tendrá que reinventarse entre pandemias y posneoliberalismo.
Pero además de que el ayer y el hoy se mezclen constantemente, hay lugares de esos años. Las soledades no matizadas por redes sociales, en un mundo pre internet (o pre masividad de internet), le da a los encuentros furtivos y casuales una mirada de instantaneidad que se extinguirá para siempre. Encontrar un amor significa solo vivirlo hasta perderlo. Sin redes solo nos volveremos a encontrar en la calle si el destino quiere (y el destino suele no querer nada bueno para ellos).
Una forma de contar que rompió el silencio y no la pudieron tapar con gritos
Los 11 capítulos de la serie dirigida por Bruno Stagnaro se transformaron de forma inmediata en un producto de culto. Cuando la cultura de la pizza y el champagne todavía era fuerte en la sociedad y parecía que el menemismo (a pesar de haberse ido) se quedaría con la batalla cultural, incluso con el regreso de Cavallo como ministro en esos años, un producto audiovisual comienza a darle voz a aquellos expulsados, en un formato que mezclaba constantemente la ficción con el documental.
Si bien el cine costumbrista que hable de la pobreza no era nada nuevo, se hizo de una manera que no perfumaba lo que ya de por sí tenía sus aromas. Okupas era real. Era crudo. Era sincero. No estaba hecho para conformar lugares comunes de la clase media, sino para amplificar lo que gritaban las clases populares, cosa que no volvió a pasar.

La visión liberal e individualista de las narraciones posteriores que trataron de ir en ese sentido (Sol Negro, Tumberos y los extremos de El Marginal y El puntero) tomaron la marginalidad como un producto al que había que hacer cada vez más espectacular para vender. Linkearon siempre a la pobreza y los márgenes de la sociedad, con el peligro de forma exclusiva. Nunca con los lazos positivos que se crean en ese contexto. La ayuda parece solo venir de afuera, como si nada bueno pueda pasarles por si mismo.
La mirada de Okupas es el triunfo de lo urbano, por sobre las viejas formas y símbolos del siglo XX. Son los hijos abandonados de un mundo moribundo, que se preparaba para dejar lugar a lo que iba a venir. La amistad sobrevive y se empodera en la necesidad de crear un nuevo concepto de “hogar”, como algo por lo cual vivir y morir.
Lo que vino después tuvo luces y sombras. Ganamos algunas batallas y perdimos otras. Sin dudas Okupas fue parte de los triunfos y fue bandera para algunos más, principalmente para los que no queríamos (y no queremos) una sociedad tan desigual, que se siga manejando con un paradigma que haga del egoísmo un valor y de la amistad un peligro.
La Ciudad de Buenos Aires de fines de siglo pasado y la de 2021 no difieren tanto. El sistema sigue utilizando y descartando una parte de la sociedad, mientras otra parte mira al costado o peor, saca rédito de ello.
Pero como ya pasó en aquel diciembre del año 2001, los excluidos no pueden ser siempre utilizados e ignorados, porque les guste o no a una parte de la sociedad. Este “Caserón” lleno de recuerdos, pasillos, juguetes y heridas en el que vivimos también tiene su lugar que tarde o temprano los espera.