Reducir a tiros (es) el problema

📣 El caso de Chano generó revuelo en las redes y puso en boca de todes la problemática de la salud mental. Cuestionamientos y castigos aparecen como respuesta ante la falta de reflexión profunda.

“No necesitan ser arregladas reinas mías, es el mundo el que necesita el arreglo”, escribe Johanna Hedva en su manifiesto Teoría de la mujer enferma para explicar cómo el paradigma biomédico hegemónico patologiza cualquier expresión desviada de la norma capacitista. “Arregladas” podría sustituirse por “reducidxs” en el caso de Santiago “Chano” Charpentier, ex cantante de Tan Biónica, quien fue baleado por un policía bonaerense cuando vivía una crisis relacionada a su diagnóstico de salud mental.  

Mientras la forma de proceder del agente dejó en evidencia la gran deuda en la formación policial y sanitaria en situaciones como éstas, el debate en redes sociales reflejó el punitivismo y el estereotipo social sobre la neurodiversidad, centrándose en dos puntos principales: la insuficiencia o laxitud de la ley de Salud Mental vigente y la necesidad de una mayor disciplina por parte de las fuerzas de seguridad, a las cuales rápidamente se les demandó el uso de pistolas Taser. Ambas críticas resultan reduccionistas y fútiles, no solo porque conservan los estereotipos dañando a las personas que atraviesan algún malestar psíquico, sino porque reducen la complejidad de un problema el cual resulta tan urgente como necesario ahondar.  

La ley no es sólo un marco normativo 

La Ley N° 26.657 (sancionada en el año 2010 y reglamentada en 2013) se presenta como un acontecimiento histórico respecto a la Salud Mental. Esta norma condensó múltiples debates, tensiones y luchas, generando una bisagra en la concepción, planificación, diseño y aplicación de políticas públicas. Si bien sabemos por experiencia que una ley no es más ni menos que eso, debemos destacar su intento de correrse del paradigma médico hegemónico a través del enfoque de derechos humanos y su perspectiva interdisciplinaria, además de reconocer a la salud mental más allá de la mirada estrictamente biologicista. 

Entonces, ¿por qué hay tanto hater hablando de esta ley? Uno de los motivos podría ser que promueve el cese de la internación como medida de tratamiento naturalizada, apuntando a la desmanicomialización, de la mano del fortalecimiento y promoción del lazo social. A su vez, intenta potenciar la autonomía y el desarrollo de proyectos de vida a partir de la integración comunitaria. Como fuera, la ley plantea que no hay fórmulas mágicas ni resoluciones simples a problemas complejos, algo que en nuestra cultura no suele caernos bien. 

Pensar otras formas de atención a la salud mental, que se inserten en un sistema atravesado por los monopolios económicos, plantea cuestionar la posibilidad del acceso (o no) al sistema de salud, la falta de regulación en la formación profesional, la objetivación médica y el número significativo de trabajadores por demás precarizados, explotados y exigidos.  

Estos factores no pueden ser dejados de lado, ya que impactan directamente en quienes llegan a la puerta de la salita del barrio esperando encontrar respuestas a su desesperación o a quienes son llevados en ambulancias con sirenas ruidosas tras descompensaciones, entre medicamentos de urgencia y etiquetas en historias clínicas que disponen o no la marginalidad de ser la otredad.  

Diez años es poco para una ley que, por más progresista que sea, debe estar acompañada por un colectivo social que se cuestione las propias representaciones respecto a la locura y los consumos problemáticos, aún categorizados en lo raro, distinto, peligroso y, por tanto, afianzados subjetivamente desde lo negativo.  

La crítica tuitera a la legislación, entonces, parece ser el chivo expiatorio para evitar asumir el compromiso de un debate contemporáneo que atraviesa el marco teórico-jurídico encarnando una pregunta que tiene eco en la vida diaria: ¿estamos realmente comprometidxs en pensar un marco normativo que brinde herramientas emancipadoras o preferimos perpetuar la expulsión y separación de todo lo que consideramos ajeno a la supuesta normalidad, para sentirnos más parte de ésta? 

Históricamente, a las personas que escapan a la norma se las ha señalado como delincuentes y/o enfermxs. Así, el criminal, el adicto o el loco encarnan enemigos sociales al mismo tiempo que llevan sobre sus cuerpos etiquetas difíciles de remover. De esta forma, operativamente, se justifica su persecución, tortura y encarcelamiento/internación. Actualmente no sólo los códigos penales, los manuales de medicina o las políticas institucionales cristalizan este paradigma. También lo hacen las discusiones de Twitter, las coberturas mediáticas, las currículas escolares, etc. Los conceptos con los que todes miramos el mundo que nos rodea no son inocentes, las posibilidades que prefiguramos para resolver nuestros problemas, tampoco.  

Como puntapié inicial, el desafío es el ejercicio de una mirada interseccional que, además de enumerar las desigualdades que nos atraviesan como sociedad, ejerza una crítica a las categorías que constituyen nuestros marcos perceptuales y que reproducen lógicas esencialistas y universalizantes. Urge que repensemos las representaciones sociales que tenemos con respecto a la salud mental o el consumo de sustancias psicoactivas para escindirlas de una narrativa securitista y comenzar a asumir la responsabilidad colectiva del cuidado como una posibilidad concreta de acompañamiento para las personas que atraviesan sufrimientos psicosociales. La discusión sobre la compra de pistolas Taser o el disparo a una persona que atraviesa una crisis nerviosa nos hace dar vueltas en círculos porque nos saca a nosotrxs mismxs del medio como posibles agentes de cambio, no introduce categorías de vulnerabilidad común ni redistribuye responsabilidades sociales. 

Construir los problemas y las soluciones disponibles de otra forma implica también asumir compromisos que definitivamente demandarán más tiempo y trabajo que lo que tardamos en redactar un tweet o lo que tarda un policía en desenfundar su arma reglamentaria. Desandar los presupuestos y discursos que tenemos internalizados nos exige desconfiar del paradigma ansiógeno – ese que nos empuja a la necesidad de una resolución desesperada, a creer en fórmulas mágicas – y el binomio víctima/victimarix para sabernos vulnerables, conmovidxs e interdependientes. 

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