Negocio inmobiliario: vos sos bienvenido

El Pro convirtió a la Ciudad en una mesa de negocios inmobiliarios. Se estima que desde 2007 se construyeron más de 9 millones de m2, pero la población se mantuvo estable. La proporción de porteños propietarios, mientras tanto, no dejó de caer. En las villas, el proceso fue inverso: no pararon de crecer. ¿Quiénes habitan, entonces, esas nuevas torres de lujo que poblaron Buenos Aires? La respuesta es obvia: cada vez hay más departamentos para menos personas. Historia de una política urbana para la cual “cualquier espacio vacante es un espacio de disputa”, según la concepción de sus propios responsables, y en la que ganan los de siempre.

En una charla informal en un despacho de la Legislatura porteña, mientras se discutía alguno de los tantos proyectos de venta de tierra pública para desarrollos privados, una importante legisladora del PRO que comandaba este tipo de iniciativas en los albores del macrismo me dijo una frase que me quedó resonando durante mucho tiempo: “En una ciudad como Buenos Aires, cualquier espacio vacante es un espacio de disputa”. 

Obviamente, con “espacio” se refería a toda tierra pública que el gobierno considerara “obsoleta”. Y con la palabra “disputa” resumía el corazón de la problemática: ¿beneficio público o beneficio privado? En la concepción macrista del poder, esta línea difusa fue el eje de la mayoría de sus políticas urbanas: ¿cómo incentivar y darle rienda al mercado inmobiliario? ¿Cómo otorgarle valor y uso a lo que ellos entendían como abandonado? Y así, muchas veces sin explicitarlo y con la ayuda de un sólido marketing publicitario de la gestión, fueron instalando un verdadero modelo de ciudad que está a la vista para quien desee mirar con mayor profundidad.  

El boom de los commodities y la mejora general de la economía durante el primer kirchnerismo se tradujo en un ambiente propicio para los buenos negocios en CABA. Con la llegada de Mauricio Macri al gobierno porteño, en diciembre de 2007, se aceleró un proceso que ya estaba en marcha, pero que adquirió un cariz salvaje. La conjunción de intereses comunes -políticos y empresariales-, el aceitado vínculo con constructoras y capitales privados y con Buenos Aires convertida en una mesa de negocios, sentaron las bases de un modelo que introdujo más de 9 millones de m2 construidos en una ciudad cuya población no crece hace medio siglo. 

¿Quiénes habitan esos departamentos? ¿Para quién se construyó semejante cantidad de casas? ¿Cómo se explica el crecimiento exponencial de inquilinos a la par del florecimiento de torres y más torres? En el mismo lapso en el que no pararon de habilitar más metros hacia arriba en barrios históricamente de casas bajas, la proporción de hogares inquilinos pasó del 23% a más del 35%. 

Muchas veces, los números no alcanzan para describir una realidad. Pero ayudan. La crisis habitacional que afecta a CABA es el resultado de una política deliberada. Y eso se ve reflejado en las estadísticas. En la Ciudad, hasta la crisis del 2001-2002, seis de cada diez porteños eran dueños de su vivienda. Hoy ese número se redujo a cinco de cada diez. ¿Qué quiere decir? Si sube la proporción de inquilinos y baja la de propietarios, cada vez hay más casas en manos de menos personas. 

Como todo proceso concentrador, en los márgenes la cosa se muestra con mayor claridad. El corrimiento de las clases medias cada vez más presionadas por los aumentos de precio y el sueño lejanísimo de la vivienda propia, terminó derivando en un crecimiento meteórico de las villas y barrios precarios. En 2010, según el censo nacional, la población allí era de 170 mil personas. Cuatro años después, la secretaría de Hábitat del gobierno de la Ciudad elevó ese número y contabilizó a 275 mil habitantes. Y hoy por hoy, el Ejecutivo estima ese número en 330 mil porteños (12,4% del total).

Ahora bien, ¿cómo hizo el macrismo para materializar este modelo? Para responder a esta pregunta hay que remontarse al inicio de la gestión de Mauricio Macri, cuando este experimento electoral de la derecha tomaba forma. Alguna vez, el diputado Leandro Santoro me dijo en una entrevista que Macri había sido –junto con Néstor Kirchner- quien mejor había leído la crisis del 2001. Ambos lograron capitalizar, por derecha y por izquierda, lo que estaba pasando en la sociedad. 

Al análisis de Santoro le agregaría que fue Mauricio Macri quien pudo aprovechar la autonomía porteña para transformar a CABA en el verdadero house organ del conservadurismo y la derecha argentina. Tanto fue el éxito, y la identificación de gran parte de la sociedad capitalina, que el blindaje electoral que supieron conseguir luce intacto 15 años después. 

Sin embargo, este camino no estuvo exento de un pragmatismo lógico para garantizar la supervivencia política. En el plano urbano, al comienzo de esta historia amarilla, no eran pocos –inclusive el propio Macri- quienes soñaban con topadoras destruyendo todo vestigio visual de la pobreza. La erradicación de las villas, sumado al ataque a los cartoneros (¿cómo olvidar el “se roban la basura”?), era una idea instalada hasta que tocó a la puerta del gobierno un consultor colombiano, Jorge Melguizo, quien había participado de manera activa en la transformación de Medellín, la ciudad más violenta de América Latina. 

En una entrevista que le hice hace algunos años, Melguizo me contó que en las primeras reuniones con los equipos del PRO, se encontró con funcionarios que no daban el brazo a torcer con la firme idea de que su electorado (identificado con Recoleta) no toleraría una urbanización integradora de las villas. Lentamente, el consultor colombiano convenció al propio Macri con argumentos calculadores. Nació entonces la pata “progre” de la política urbana del PRO: la urbanización a base de millonarios préstamos internacionales (con especial interés en las consultorías para emplear a amigos del gobierno), polémicos contratos con las UGIS, punteros y movimientos simbólicos como la instalación del ministerio de Educación en el Barrio Mugica. El resultado fue diverso, incluso podría decirse en algunos aspectos “bueno”, pero sin duda fue una victoria de Melguizo, quien logró desterrar las idea-topadora. 

Mientras sucedía esa disputa, el Ministerio de Desarrollo Urbano a cargo del arquitecto Daniel Chaín (autor de otra épica escena, cuando le soplaba qué decir a Macri en la inauguración de una estación de la Línea B) urdía un verdadero plan para avasallar con el patrimonio porteño de proximidad. A velocidad crucero, los vecinos empezaron a ver cómo desaparecían viejas casonas típicas, los llamados petit hotel y empedrados de las calles. La sociedad tardó poco en ofrecer una respuesta y florecieron organizaciones en defensa del patrimonio en diversos barrios. La lucha surtió efecto y se terminó votando una ley para proteger inmuebles previos a 1941 de forma preventiva. 

Así y todo, no hubo freno. La voracidad constructora al ritmo de una economía que no paraba de crecer, se traducía en proyectos que modificaban la fisonomía de los barrios con torres anodinas e intervenciones para lograr autorizaciones excepcionales a la regla, mientras el gobierno demoraba la catalogación de inmuebles y el Consejo Asesor de Asuntos Patrimoniales dormía y cajoneaba todo lo que podía molestar al plan de gobierno. El ritmo fue tal que en Buenos Aires tuvimos una serie de ya (casi) olvidados derrumbes, como el gimnasio de Villa Urquiza y una verdadera desgracia con suerte: una torre entera sobre Bartolomé Mitre que se desmoronó porque en la obra de al lado no habían apuntalado bien los cimientos. 

Con la desaceleración de la economía, en el segundo tramo del gobierno de Cristina Fernández de Kirchner, la dificultad para movilizar dólares en cantidades, y el posterior derrumbe del gobierno de Mauricio Macri, el gobierno porteño encontró otra forma de garantizar los negocios en la Ciudad: la aceleración del proceso de venta de tierras públicas. Ni siquiera el recordado e inefable Carlos Grosso se había animado a tanto. Grosso había sido el gran concesionador de la Ciudad: todo lo que estaba en pie, lo concesionaba.  

El macrismo-larretismo encontró la vuelta para desprenderse de tierras públicas (más de 400 según informes del Observatorio por el Derecho a la Ciudad) para hacerse de dólares frescos. Así se vendió una parte del Parque de la Ciudad, innumerables playones ferroviarios, los terrenos Catalinas, diversos “baldíos” hasta el más reciente proyecto para desprenderse de un sector de Costa Salguero, entre otros.

Como si fuera poco, y todo esto no fuera suficiente (valga la redundancia), faltaba el broche para darle un marco de legalidad a los desbordes de la industria inmobiliaria. El cambio del Código Urbanístico votado en 2018 era el paso necesario para terminar de darle letra legal al verdadero proyecto que sonaba detrás: proyectar una ciudad de seis millones de habitantes, repleta de torres. En el gobierno PRO siempre se consideró a CABA como una ciudad “baja”: demasiados barrios con casas, pocos edificios. 

Así, el nuevo Código Urbanístico introdujo un nuevo chiche: los convenios urbanísticos remunerados. Es decir, una constructora puede violar la norma pero abonar una cuantiosa suma a cambio para avanzar con su proyecto. Una maravilla. La legalización del ana-ana inmobiliario.  

Luego de que se aprobase en la Legislatura una serie de convenios a cambio de 30 millones dólares, y la autorización a IRSA para urbanizar un predio de 73 hectáreas en Costanera Sur, Federico Poore -magíster en Economía Urbana de la Universidad Torcuato Di Tella- me planteó algo certero: “Los créditos hipotecarios están pulverizados, los alquileres son cada vez más inaccesibles para un momento de salarios bajos y el grueso de las nuevas construcciones son oficinas o viviendas de lujo. Entonces, hay algo que no está funcionando en relación a la orientación que el gobierno porteño le quiere imprimir al desarrollo urbano de la Ciudad”. 

Poore avizoraba “algunas ideas en mente para el desarrollo urbano” del gobierno de Rodríguez Larreta. Un desarrollo que debe buscarse entre “palabras clave”, como mixtura de usos, densificación, cooperación público-privada y la institucionalización de los convenios urbanísticos, la figura a la que el Ejecutivo apeló para resolver las disputas en el Código Urbanístico. “No hay nada malo en la mixtura de usos y en la densificación, pero el mayor defecto es cómo se concibe la cooperación público-privada y los convenios”, señalaba Poore. Y agregaba: “El gobierno porteño se limita a acompañar a lo que el privado quiere desarrollar y, en todo caso, se acomodan para recaudar algo más de impuestos o que parte de ese desarrollo incluya un espacio verde público. La pregunta clave es: ¿quién conduce este proceso?”.   

Aunque obvia, la respuesta al planteo que realizaba Poore es a gusto del consumidor-votante. Lo que queda en la superficie es también otra pregunta: ¿por qué el PRO-Cambiemos-Juntos por el Cambio sigue teniendo tanta aceptación electoral en CABA? ¿Qué fibra tocaron para que el porteño olvidara o, mejor dicho, no tenga tan presente el tipo de ciudad que están forjando?

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Franco Spinetta

Soy periodista y editor de contenidos. Me especializo en soluciones de redacción y edición para diversos tipos de publicaciones.