Relaciones tóxicas: tener una enfermedad crónica y ser usuaria de prepaga

🏥 Estefanía Enzenhofer tiene esclerosis múltiple y en esta columna describe lo que implica tener una enfermedad crónica y navegar las distintas instancias del sistema de salud argentino.

Empiezo a escribir esta columna la tarde del día de San Valentín. Durante el trajín del día laboral se me hizo tarde para pelearme con uno de mis vínculos tóxicos, la empresa de telefonía móvil, pero estoy contenta porque pude establecer contacto con el vínculo tóxico más importante de mi no tan corta vida: la prepaga.

Estoy en tratamiento por mi enfermedad autoinmune, neurológica y degenerativa desde que me diagnosticaron hace ocho años. Soy usuaria de prepaga (o “socia”, como le dicen ellos) desde que tengo uso de razón. Mis xadres son dos profesionales de clase media alta que nunca confiaron en el sistema de salud público y tenían sus motivos: digamos que hicieron abandono del país porque tampoco confiaban que la Argentina fuera un buen lugar para criar a sus tres hijxs. Entonces la ecuación cuando volvimos a fines de los 90 fue educación privada y salud privada, también, porque la podían pagar. 

Mis primeros pasos por el uso de la prepaga fueron los típicos: quería pastillas anticonceptivas recetadas y sabía que por ley me las tenían que dar. Entonces el peregrinaje fue mensual: pasaba a buscar una receta por un consultorio en zona norte, mi ginecóloga tratante me la dejaba en un cajoncito y las secretarias pasaban mi credencial como si fuera una tarjeta de crédito. Cuando me diagnosticaron esclerosis múltiple a los 25 -proceso corto porque había muchos indicadores médicos, i.e. mi cerebro tenía muchísimas lesiones- tomé la decisión soberana de aflojar con las hormonas que impiden concebir para darle paso a la nueva medicación. Nunca tuve ninguna duda que quería hacer un tratamiento alopático porque cuando te repiten degenerativo a los 25, acusás recibo. Mi enfermedad autoinmune, neurológica y degenerativa encima está entre las que se denominan “poco frecuentes”, es decir que por definición, afecta a una persona cada dos mil habitantes.

Imágenes de estudios médicos usadas en un fanzine de Enzenhofer.

En ese momento trabajaba de profesora de inglés y me acuerdo que me acercaba a darle clase a una estudiante en Lomas de San Isidro. Cuando una está atravesando un diagnóstico reciente es casi el único tema del que podés hablar. Se ve que le mencioné a esta mujer las palabras esclerosis múltiple, su hijo también tenía y lo que más me quedó grabado de esa conversación fue: “¿Sabés que no es que podés ir a cualquier farmacia a comprar (la medicación), no?”

La primera auditoría médica fue sencilla, tenía antecedentes (había quedado internada en mi primer brote con síntomas), estaba con una médica (fabulosa) de la prepaga, definimos un tratamiento, se lo comunicamos a la prepaga, llenamos el formulario alto costo/ baja incidencia y esperamos. Primer tratamiento: interferón inyectable en partes grasas tres veces por semana. Vino una enfermera del laboratorio a “enseñarme a usar” el aparato que te daban, me habló de la importancia de que los cartuchos que contenían el inyectable no pierdan la cadena de frío, de que podía tener efectos adversos casi inmediatamente visibles y que me tomara un ibuprofeno cada vez que sucediera. Al poco tiempo me fui de vacaciones una semana a Bariloche, en el medio del invierno, andaba con una camarita analógica y le saqué una foto al aparato inyectadora en su cadena de frío natural: del otro lado de la ventana de la casita en la que me estaba quedando. Después cambié tres veces más de tratamiento y digamos que ahí se volvió un poco más tóxica la relación con la prepaga.

Discernir es bueno y es importante tener en cuenta que en la Argentina coexisten tres sistemas de salud: uno público nacional, provincial y municipal; el universo de las obras sociales pertenecientes a sindicatos y otras formaciones gremiales de trabajadorxsy la medicina privada o, como se le dice coloquialmente, “la prepaga”. Les pido que hagan el ejercicio de entrar en cualquier farmacia y pararse en frente de los cositos que dan números, van a ver que hay tres: particulares, obras sociales y PAMI. Bastante confuso, ¿no?

Imágenes de estudios médicos usadas en un fanzine de Enzenhofer.

La última vez que se reformó de manera estructural el sistema de salud fue en la década de los 90, después de una larga disputa entre trabajadorxs nucleadxs en obras sociales y las empresas privadas que brindaban prestaciones de salud en relación a la “libre elección” por parte de lxs afiliadxs por la opción que pensaran más conveniente. En el contexto de una retirada del Estado nacional y desregulación de las obras sociales, esta negociación incluyó por momentos a funcionarios del Ministerio de Economía, liderado por Domingo Cavallo, y representantes de los sindicatos de la Confederación General del Trabajo (CGT), que defendían la continuidad del sistema de obras sociales. La reforma implementada a partir de un decreto de necesidad y urgencia del entonces presidente Menem del año 1993 conformaba a la mayoría de los sectores intervinientes.

Luego de la crisis social, económica y política de principios de siglo, se oficializó en Argentina el Programa Médico Obligatorio (PMO) que obliga tanto a obras sociales como a agentes privados del seguro médico a dar algunas prestaciones básicas esenciales: necesidades de primera infancia,  internación, VIH/ SIDA, prótesis, odontología, salud mental y cualquier medicación para tratamientos crónicos. O sea, mi medicación -carísima incluso en dólares- la paga el Estado nacional.

Imágenes de estudios médicos usadas en un fanzine de Enzenhofer.

Aún así, soy rehén con síndrome de Estocolmo de mi prepaga que aumenta todos los meses (¡con la venia del Estado nacional!), que no tiene un programa de pacientes crónicos, que me exige una vez por año volver a llenar un formulario de alto costo/baja incidencia para proveerme medicación que ellos no pagan y que yo necesito para que mi enfermedad no avance -ya que no me voy a “curar” porque si existiera cura no sería crónico- y de un plan del que no me puedo cambiar porque otra prepaga no me aceptaría porque tengo una “enfermedad preexistente”.

La comunidad de enfermxs crónicos nos preocupamos en diciembre por una comunicación del Ministerio de Salud que decía (acá estoy resumiendo) que “de ahora en más para comprar medicación vas a tener que presentar receta original, de puño y letra, con sello de tu médicx tratante”. ¿Volver a tener que llevar la receta todos los santos meses a una sucursal de mi prepaga para que le envíen ellxs por correo electrónico a la única dispensadora de mi medicación ultra cara? ¿Por qué es “mejor”? ¿Mejor para quién? 

Casualmente, estaba justo sufriendo una crisis pulmonar por mi otra enfermedad crónica (no tan grave, se cura yendo al desierto y con cambio de estilo de vida) y me encontré caminando, yendo y viniendo desde una clínica con insuficiencia respiratoria porque la genia de la médica clínica que me atendió primero no aclaró de cuántas dosis era la medicación que me recetaba y luego puso la fecha mal. 

A veces peco de ser un poco ingenua pero de verdad me hice esta pregunta durante la pandemia: ¿podrá ser este el momento en el que de una vez por todas se reestructuren (para mejor) los servicios de salud? Ya que somos campeones mundiales en cosas, copas del mundo de seleccionado de fútbol masculino, de derechos humanos hace tanto tiempo, la birome, las huellas digitales, el dulce de leche, el índice de abuelidad, vale preguntarme: ¿podrán tener en cuenta la dignidad humana de la que tanto se llenan la boca cuando hablan de pacientes? En un país que tiene una parte grande de su población siguiendo algún tipo de tratamiento crónico, sea por tiroides, sea por cáncer, sea por obesidad, sea por TCA, sea por depresión, sea por los efectos colaterales del covid-19, ¿existe un día después de que la enfermedad esté en la primera plana del mundo?

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