A pesar de la ola polar que alcanzó a la Ciudad de Buenos Aires, en otro viernes laborable la vida sigue su curso normal en la Villa 21-24. El cielo está despejado y el sol radiante da de lleno en los bajos y pocos edificios de la zona. Pero este sol de invierno no calienta mucho y el frío traspasa la piel y el cemento. Sin embargo, a la gente parece no importarle. Son las tres de la tarde y la esquina de Iguazú y Osvaldo Cruz está repleta de personas y de autos que se mueven de allá para acá, apurados por el ritmo natural de la metrópolis.
Nelson vive en la 21-24 desde los 8 años y cuenta que a esta parte del barrio se la conoce como San Blas. Y es que la Villa 21-24 es tan grande y está tan poblada que fue necesario dividirla por sectores para orientarse y limitarse geográficamente. Está atravesada, además, por tres diferentes barrios de CABA: Parque Patricios, Nueva Pompeya y Barracas. “No es algo interno, sino que a lo largo de la historia del barrio fueron cobrando esas denominaciones”, agrega el vecino.
En este cruce ambas calles están asfaltadas, pero están tan repletas de baches, pozos y grietas que es imposible esquivarlos. Ya son parte del paisaje. Inclusive, algunas partes de la calle están empapadas de agua. Irónicamente, hace más de diez años que el barrio se encuentra atravesando una crisis hídrica que estuvo cercana a solucionarse hasta que el gobierno de Javier Milei, en diciembre del año pasado, detuvo la obra pública. Ahora, gracias a la organización de la comunidad, lograron renegociar para que se retomen las obras.
Avanzando por Osvaldo Cruz, a metros de la Iglesia Caacupé, se llega al merendero Casa Usina de los Sueños. Enfrente de él, está estacionado un camión cisterna de ASHIRA que, si no fuese por el problema hídrico que hay en la villa, pasaría tan desapercibido y se mezclaría con la escena del lugar como el mural del Padre Daniel de la Sierra que está a la vuelta. Según Dagna Aiva, integrante de la Casa y miembro de la Mesa Técnica de la Villa 21-24, el camión “habilita a los vecinos a cargar agua en los tanques”. Un agua que, para Dagna, es poco potable y nada sana. “Imaginate: la trasladan en un camión y la traen con una manguera que está toda sucia. Los vecinos que tienen tanque están obligados a comprarse sus propias mangueras para cargarlos; los que no tienen, ponen tachos como nosotras”, comenta la vecina un poco molesta y expresa su preocupación por lo insalubre de la situación, especialmente para los niños que viven en la zona.
La obra de redes de agua potable de AYSA en la 21-24 tiene inconclusos 1200 metros, pero su finalización no sería factible si conjuntamente no se busca terminar las obras cloacales en el barrio, de la cual restan 1500 metros y que también han sido pausadas. Lograr que se hagan ambos trabajos conllevó una larga lucha para la comunidad. “Les decíamos que si ellos largaban el agua sin tener las cloacas, íbamos a estar inundados. Sabiendo que ya nos veníamos rebalsando hace años… No querían saber nada. Era la obra de agua y no había forma de moverlos de ahí. Hasta que se los convenció”, sentencia Dagna, al mismo tiempo que se queja de la inoperancia del Gobierno de la Ciudad al momento de iniciar las obras: “¿Sabés cuántas veces agujerearon un tubo de gas? Ni siquiera hacen un estudio de terreno como debería ser. Lo teníamos que hacer nosotros”.
Sin embargo, ésta no es la única preocupación de los habitantes de la villa. Si se sigue caminando hacia el sur, es inevitable chocar de cara con el Riachuelo. Una no tan pronunciada pendiente, llena de escombros, basura y vegetación, separa la masa de agua de las viviendas que se alzan frente a él. Tres niños que están jugando con sus bicicletas paran para saludar e inmediatamente vuelven a lo suyo. A la izquierda, está el Puente Ingeniero Brian que conecta la capital con la provincia, y enfrente hay una cancha de fútbol. Eso es Avellaneda, dice Nelson y después señala con su cabeza hacia la derecha. De ese lado, se alzan cientos de casas de ladrillo y cemento, anichadas una al lado de la otra.
Nelson cuenta que el Riachuelo es uno de los ríos más contaminados de Latinoamérica y que esto trajo muchas problemáticas en términos de la potabilidad del agua y de la contaminación de la tierra y del aire, perjudicando a los vecinos de la zona, especialmente aquellos que viven en sus orillas. “La organización barrial entró en la causa “Mendoza” en 2010 para que se relocalice a estas personas. Muchos lo hicieron pero todavía hay más de 1500 familias esperando ese derecho”, continuó el vecino. Este logro, como él lo llama, sumado a la reubicación de los habitantes a zonas dentro del mismo barrio, con el fin de que permanezcan dentro de sus espacios socioculturales y laborales, se obtuvo gracias a la organización de la comunidad. “Es mucho esfuerzo territorial, mucha organización política interna. Esto es algo que identifica mucho a la 21-24. Tiene un proceso histórico-político muy marcado”, sostiene el vecino.
A no más de un par de cuadras de la orilla del Riachuelo, se encuentra escondido entre los pasajes altos del barrio el Merendero Tacitas Poderosas. En su exterior, al lado de la puerta, una Mafalda pintada levanta una taza con una mano, mientras que con la otra sostiene un libro. Del otro lado, una mesa y un banquito de plástico blancos están repletos de prendas de vestir. Adentro, María y Otilia pelan, cortan y rallan verduras, preparándose para la jornada del día siguiente. “Hoy ya estamos cortando todo porque los sábados son muchas raciones. Yo a las 6 de la mañana empiezo porque a las 11:30 ya tiene que estar la comida en la calle para repartir. Y los sábados son fundamentales porque muchos de los comedores no abren y nos multiplica la gente”, explica Otilia, vecina del barrio y una de los seis integrantes del merendero. ¿Y sobre la ropa que está afuera? Ellas cuentan que el lugar es alquilado: “Por eso vendemos afuera ropa usada. También hacemos bizcochuelos o hacemos bingos. Trabajamos un montón para seguir. No queda otra”.
El merendero es un lugar de dos pisos muy chiquito. La cocina se encuentra abajo y arriba hay un pequeño espacio donde se brinda apoyo escolar. A pesar de su reducido espacio, las mujeres, junto con las otras cuatro personas, se las arreglan para entregar 4000 raciones de comida al mes, desde hace ya seis años. No obstante, la situación se está poniendo cada vez más difícil porque “no nos bajan mercadería. La estamos remando, no sabemos cómo -cuenta afligida Otilia-. Es muy preocupante. Al menos antes llegaba polenta. Ahora ni polenta, ni yerba, ni nada. Estamos en una situación muy fuerte”.
El merendero Tacitas se abrió porque estos vecinos notaron desde hace años que había hambre en el barrio. “Los tejidos de solidaridad surgen porque todos pasamos lo mismo”, asegura Nelson. Luego de más de media década, la situación no sólo no ha mejorado, sino que empeoró. Como declara Otilia: “Este presidente tocó el plato de los chicos y entonces es más trabajo para nosotros. Siempre ponemos de nuestro bolsillo cuando falta mate cocido o azúcar, o también hacemos trueque. Nosotras estamos haciendo una triple jornada. Trabajamos en un espacio comunitario como éste, trabajamos en otra casa y después tenemos que ir a laburar por fuera. Es un trabajo tremendo, pero si nosotras no lo hacemos por los niños de nuestro barrio, ¿quién lo va a hacer?”.