En Argentina la Ley 24.660, sancionada en 1996, establece en su artículo 195 que los niños y niñas de hasta 4 años de edad pueden permanecer en las cárceles con sus madres privadas de la libertad. “No conozco ningún caso en el que el padre haya quedado a cargo del hijo en un penal. Está tan naturalizado que la familia es un nidito de amor, el lugar de lo sagrado y el afecto, donde la mujer tiene un rol protagónico e irreemplazable para el mantenimiento de la unidad familiar, que hasta se consolidó en nuestro ordenamiento jurídico”, dijo Susana Ortale —docente e investigadora del Instituto de Investigaciones en Humanidades y Ciencias Sociales de la Universidad Nacional de La Plata (UNLP)— en una conversación con El Grito del Sur.
Resulta que, entre fines de 2016 y principios de 2017, Ortale y otras investigadoras platenses —Corina Aimetta, Mariela Cardozo y Diana Weingast— hicieron un relevamiento en articulación con la Comisión de Investigaciones Científicas de la Provincia de Buenos Aires en una cárcel de La Plata para conocer y visibilizar cómo se desarrollaba la maternidad y la crianza de niños menores de 4 años en contexto de encierro. Se trató de un censo que contemplaba tanto el relato de las madres que convivían con sus hijos en las celdas como el testimonio de mujeres embarazadas.
Las investigadoras recabaron la información en los pabellones, lo que les permitió observar la infraestructura del lugar e inclusive mantener charlas informales con el personal de la institución penitenciaria. Además, entrevistaron a integrantes del Consejo Asistido, órgano dependiente del Sistema de Protección Integral de Derechos de las Niñas, Niños y Adolescentes, que funcionaba dentro del penal. También realizaron visitas al Jardín Maternal Las Palomitas, lugar al que asistían algunos de los menores.
De esa investigación se desprendieron dos estudios que, hoy en día, son de acceso público: “Experiencias de maternidad en la Unidad Penitenciaria Nº 33 de La Plata, Argentina” y “Niños y niñas en prisión, crianza y derechos humanos. Estudio en un penal de mujeres de la provincia de Buenos Aires (Argentina)”. Además, Ortale contó a este medio que, después de haber hecho el relevamiento, ella y sus colegas hicieron algunas tareas de intervención, que incluyeron talleres y hasta una obra de teatro para repensar los estereotipos de género vinculados a la maternidad.
Eso tuvo que ver con que la investigación había demostrado que las mujeres privadas de su libertad cargaban tanto con el estigma de vivir en la cárcel por su trasgresión a las normas legales como con el imperativo de “ser buenas madres”. “El mandato de género de ser buena madre era más marcado en las mujeres grandes que en las jóvenes —contó Ortale—. Las que tenían menos de 25 años ejercían una crianza colectiva. En cambio, las mayores de 30 años no querían saber nada con eso. Te decían ‘Yo no les dejo a mi hijo ni loca porque las jóvenes no saben nada, son un desastre’”.
“La división del trabajo asignó a la mujer un rol de demasiada responsabilidad y no es justo porque no es equitativo en relación con los varones en términos de tareas —agregó Ortale—. Los roles no son naturales, no hay un rol materno, no existe tal cosa. Son prácticas y actividades que aprendemos, que de biológicas no tienen nada”. No obstante, las leyes argentinas adjudican a la madre privada de la libertad (y no al padre) el cuidado de los hijos en la cárcel hasta los 4 años de vida. Es más: la Ley Nacional 26.061, sancionada en 2005, en el artículo 17 prevé que “la mujer privada de su libertad será especialmente asistida durante el embarazo y el parto, y se le proveerán los medios materiales para la crianza adecuada de su hijo/a mientras permanezca en el medio carcelario, facilitándose la comunicación con su familia a efectos de propiciar su integración a ella”.
Sin embargo Ortale, que tuvo la posibilidad de observar la infraestructura de una cárcel de La Plata, sostuvo que “la disponibilidad de jueguitos era desigual. Algunos pabellones estaban mejor equipados, otros no. Había un jardín con pasto y juegos, en el que podían estar afuera una hora, lejos de los pabellones, pero nadie iba porque había habido varias peleas entre presas. Eso limitaba el uso de ese espacio común, por lo que la mayoría se quedaba en los patios en los que se tendía la ropa, donde había alguna hamaca bastante precaria. En las celdas, además, había colecho porque eran muy pequeñitas y no había espacio para una cuna”.
Por otra parte, la investigadora platense sostuvo que “una cuestión que explica el incremento de las mujeres presas tiene que ver con la Ley de Estupefacientes. Las mujeres delinquen por la necesidad de cuidar a los hijos, de tener algún ingreso. Recurren a una estrategia ilegal para conseguir recursos. Después se ven penalizadas, cuando en realidad el motivo era la protección. Todas nos decían: ‘Y pensar que yo lo hice por ellos y mirá ahora lo que estoy haciendo no sólo con el hijo que tengo acá sino con los que dejé afuera’”.
Ortale también contó que la mayoría de las madres decidían criar a sus hijos en prisión porque habían cortado lazos familiares con sus allegados o porque el varón progenitor también estaba preso y, por lo tanto, no tenían con quién dejar a los niños. Eran muy pocos los casos en los que los chicos quedaban al cuidado de los abuelos o tíos maternos. “La vida en la cárcel para los chicos es una situación de riesgo, pero el derecho de los niños a vivir en familia y a no ser separados de la madre por la corta edad que tienen hace que se resuelva un problema asistencial a través de la privación de la libertad de los chicos, con el argumento de que el contacto con la madre en los primeros años es fundamental para el desarrollo”, sostuvo la investigadora.
Tal como aseguró Ortale en diálogo con este medio, al crecer en una cárcel algunos aspectos del desarrollo evolutivo de los chicos quedaban truncos. Por ejemplo, el vocabulario que aprendían se limitaba al que escuchaban en el penal. “Cuando hicimos el relevamiento, notamos que cuando los chicos adquirían el lenguaje las madres decían: ‘Tiene lenguaje tumbero’. Para protegerse, los niños se agarraban de las rejas y gritaban: ‘¡Guardia, guardia!’. O inclusive los más grandes jugaban a la requisa, porque sus juegos simbólicos tenían que ver con eso”, contó la investigadora.
Por esa razón, muchas de las madres presas valoraban positivamente que sus hijos tuvieran la posibilidad de salir del penal para ir al Jardín Maternal Las Palomitas, que quedaba fuera de la cárcel, porque ahí se encontraban con chicos que no estaban privados de su libertad. Además, los niños interactuaban con las docentes, quienes les inculcaban otros valores y enseñanzas.
En algunos casos, los chicos tenían hasta la posibilidad de irse de la cárcel por 15 días para pasear con los familiares de sus madres. “Las mujeres valoraban que los chicos salieran de paseo por las ventajas que eso representaba para ellos pero también para ellas mismas —dijo Ortale—. Escuchamos discursos como ‘Lo extraño pero tengo un respiro’ o ‘Así descanso un poco’ o ‘Espero que se olvide las cosas que aprende acá’ o ‘Tiene que estar en la calle por su salud, ella/él no tiene la culpa’ o ‘Cuanto menos esté acá mejor’ o ‘Después viene contento porque se vio con los hermanos’”.
A raíz del estudio que llevaron adelante las investigadoras platenses, quedó a la vista la dificultad que tiene el sistema jurídico argentino para conciliar el derecho de los niños y niñas a no ser separados de sus madres y el derecho a crecer en libertad. “Mejorar las cárceles hará que mejore la calidad de vida de los chicos, pero seguirán estando presos. Además está la cuestión de las mujeres que quieren tener a sus hijos con ellas. Ser madre puede ser un deseo pero no un derecho, son los derechos del niño los que traccionan. Nosotras recomendamos que, a partir de los 2 años, se busque un reemplazo a esas condiciones de vida, porque a partir de esa edad los chicos empiezan a manifestar síntomas como temor al exterior y agresividad”, concluyó Ortale.