En el barrio Rodrigo Bueno, la calle Yma Súmac funciona como un río que separa dos riberas con historias muy distintas. A un costado están las casas de ladrillo construidas a pulmón, desde cero y hace muchos años, por los vecinos históricos del barrio, que se levantó en los primeros años de la década de 1980. A medida que se avanza sobre esa calle, en el lado histórico se ve alguna que otra pileta pelopincho armada en la vereda. Y más arriba, en el aire, se ven un montón de cables de electricidad enredados, que se fueron sumando de a poco, con el correr del tiempo.
Al otro lado de la Yma Súmac, en cambio, se encuentran las viviendas nuevas —estilo soviético— erigidas por el Gobierno de la Ciudad (GCBA) a partir de la sanción de la Ley 5.798 en 2017, que dispuso la “reurbanización, zonificación e integración social, cultural y urbana del barrio Rodrigo Bueno, con la permanencia de los vecinos en el mismo, ello basado en los principios de igualdad, de justicia espacial, integración, no discriminación y del derecho a la ciudad”. Y como telón de fondo, en el horizonte no tan lejano de la calle Yma Súmac, por fuera del barrio Rodrigo Bueno, se ven un montón de edificios altísimos que ostentan lujo y opulencia, que pertenecen a Puerto Madero, una de las zonas más ricas de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires (CABA).
Como el barrio está al borde de la Reserva Ecológica Sur y pegado a Puerto Madero, se convirtió en un lugar muy codiciado para el negocio inmobiliario. De hecho, fue objeto de sucesivos intentos de desalojo, impulsados por el gobierno porteño, a raíz del proyecto “Solares de Santa María” promovido por la empresa “Inversiones y Representaciones Sociedad Anónima” (IRSA).
Es más: el Rodrigo Bueno casi fue erradicado entre los años 2005 y 2006 por el Ministerio de Espacio Público porteño, pero los vecinos presentaron un recurso de amparo para pedir la nulidad del decreto que imponía la erradicación. En 2011, el Juzgado en lo Contencioso Administrativo y Tributario Nº 4 no sólo declaró la nulidad del decreto sino que además ordenó al GCBA que presentara un plan de integración sociourbana y que proveyera al barrio de servicios públicos. No obstante, la sentencia quedó sin efecto en 2014 por un fallo de la Cámara de Apelaciones en lo Contencioso Administrativo y Tributario, que dictaminó que la urbanización en el territorio de la Reserva Ecológica era inviable.
Finalmente, en 2017 se sancionó la Ley 5.798 que dispuso su urbanización, lo que dio lugar a las viviendas nuevas que ahora se ven a un costado de la calle Yma Súmac. “Por fuera se ven bien, pero por dentro parecen cárceles”, cuenta Ramona Carballo, vecina del barrio desde hace 23 años, en una conversación con El Grito del Sur. Mientras camina por la calle que separa el antes y el después de la urbanización, dice que en el edificio de viviendas que ella habita desde hace 3 años —lugar al que se vio obligada a mudarse aunque no quería— hay algunos agujeros en las paredes internas porque hace poco hubo una balacera. Resulta que alguien estaba siendo perseguido por una banda, salió corriendo, entró al edificio y quienes lo perseguían dispararon hacia esa dirección, de manera que ahora los agujeros de las balas funcionan como recordatorio de aquel día. De ahí que algunos vecinos del consorcio decidieron poner rejas en las puertas internas, las que están adentro del edificio.
Sobre la Yma Súmac suena una cumbia de fondo cuya procedencia es difícil de identificar. Parece venir del lado de las casas históricas. Ahora Ramona comenta que las viviendas nuevas, al ser edificios y no casas bajas como las que habían construido a pulmón los vecinos históricos del barrio, obligan a la convivencia con personas que, por ejemplo, tienen consumos problemáticos de drogas o tienen enfermedades mentales y no toman su medicación, lo que genera rispideces que a veces devienen en situaciones violentas que nadie sabe bien cómo resolver.
Lo que pasa es que el Instituto de Vivienda de la Ciudad (IVC) -organismo que se encargó de hacer la urbanización del barrio- no contempló el hecho de que la mudanza implicaba también un cambio en el código de convivencia, por lo que no hubo ni hay, hasta el momento, un ente que funcione como mediador para ese tipo de situaciones. “Pienso yo que un organismo como el IVC, que dice tener conocimiento para trabajar en estas cuestiones, debería incluir este tema que es tan fundamental. No es sólo levantar paredes y trasladar a las personas como si fueran cosas”, dice Ramona.
Cuenta que para el traslado desde el sector histórico hacia el nuevo tuvieron prioridad quienes vivían al lado del canal de agua que atraviesa el barrio y que desemboca en el Río de la Plata, porque ellos eran los que más sufrían las inundaciones. No obstante, no todos los vecinos estuvieron de acuerdo con la mudanza. Ramona, por ejemplo, no se quería ir de su casa. “El hecho de que se trabajó con maquinaria pesada para la nivelación del suelo para construir las viviendas nuevas tuvo un efecto —dice—. Tuve la mala suerte de que la casa lindera a la mía no tenía la base bien sólida y se hundió. Al ser más alta que mi casa, se fue apoyando sobre la mía y ahí no tuve mucha opción. Si no me mudaba a las viviendas nuevas, iba a tener que salir del barrio a estar en un hotel y desparramar mis cosas. Nunca fue mi voluntad y decisión salir porque mi casa estaba bien construida”.
Hace mucho tiempo atrás, cuando todavía no conocía el barrio, Ramona vivía en una casa alquilada en otra zona de CABA, hasta que en 2001 se quedó sin trabajo, como un montón de otras personas. En esa misma época también se separó del que era su marido, así que enseguida tuvo que buscar un lugar nuevo donde vivir. Fue entonces cuando visitó el barrio Rodrigo Bueno. “Me dio una corazonada —cuenta—, porque acá me encontré con mis paisanos que estaban pasando por la misma situación, que vivían en alquiler y en ese momento del país tuvieron que venir y construirse su casa. Eso para mí fue un ‘Acá no voy a estar sola’”.
Ramona detiene el paso y señala un horizonte impreciso para indicar, a ojo, la zona del barrio donde vivía antes de la mudanza a las viviendas nuevas. “Cuando vine, encontré este pedacito de suelo y empecé a construir mi propia casa, con todo lo que implicó eso —relata—. No nos permitían meter materiales, así que era durante la madrugada que algunos vecinos jovencitos, a modo de changa, nos acarreaban los materiales. Fue un trabajo muy artesanal, y se ha construido también un vínculo y tejido social. Hay un lenguaje que nos unifica y, si bien podemos tener diferencias personales, sabemos que donde sea vamos a salir a defendernos”. Ahora señala la capilla “Nuestra Señora de los Milagros de Caacupé” y cuenta que la construyeron entre todos los vecinos de a poco, “buscando la forma, los recursos, cocinando, haciendo actividades para darle atención y almuerzo a la gente que trabajaba en la construcción”, dice.
Pero la vida de Ramona cambió radicalmente en 2021, cuando tuvo que dejar la casa que había construido con tanto sacrificio durante años y pasar al edificio donde vive ahora, en el que abundan las rejas en los pasillos internos y las discusiones y donde, además, ya no están sus antiguos vecinos. En el momento de la mudanza, su hija recién había cumplido los 15 años. El recuerdo de esa época empuja su mente con fuerza y hace que se le humedezcan los ojos y se le entrecorte la voz. “No fue un momento fácil”, alcanza a decir Ramona, con un hilo de voz casi inaudible.
Cuenta que pasar de una vivienda a la otra implicó, para todos los vecinos, un cambio en el código de convivencia que, al día de hoy, no está del todo aceitado. “De tener nuestras casas pasamos a un formato de consorcio —dice—. Eso implica tener tolerancia y respeto, y eso necesariamente hay que trabajarlo. Nos excede a nosotros como vecinos porque no todos tenemos la predisposición de reeducarnos”.
Como Ramona quiere mejorar ese y un montón de otros aspectos del barrio, estuvo haciendo campaña para ser la delegada del Sector B. El domingo 24 de noviembre fueron las elecciones, ella se postuló en la Lista 14 pero finalmente no ganó. Terminaron ganando otras listas en representación del peronismo en 4 de los 7 sectores del barrio.
Aun así, Ramona dice que va a seguir peleando para que se reconozca al Rodrigo Bueno como “vivienda social”, para que las facturas de los servicios tengan una tarifa acorde a las necesidades de los vecinos del barrio. “Hoy tenemos facturas de luz de entre 500 y 800 mil pesos. ¿Cómo se entiende eso, cuando sabemos que un sueldo mínimo está en 200 mil y algo de pesos?”, pregunta al aire Ramona. También cuenta que al vecindario le hace falta más transporte público porque, aunque el Rodrigo Bueno ya tiene más de 40 años de existencia, al día de hoy solamente llegan dos líneas de colectivos que, de todas maneras, no ingresan al interior del barrio.
Cerca de la Reserva Ecológica Sur, casi en el borde del Rodrigo Bueno, hay un Centro de Cuidado Integral. Hace poco se cumplieron dos años desde que se inauguró. “Es un centro de salud de primera instancia, que tiene medicina familiar, pediatras, dermatólogos, aunque no es una guardia porque no está las 24 horas”, comenta Ramona. ¿Entran las ambulancias al barrio? “No. Tenemos que recurrir a la policía porque sólo si llama un policía entra la ambulancia —cuenta—. De hecho, el otro día me descompuse, llamé al SAME porque no me sentía en condiciones de ir caminando hasta el Casino para tomarme un taxi, y me dijeron que si no había riesgo de vida la ambulancia no venía”.
El barrio está lleno de rincones con murales que, tanto acá como allá, muestran la cara inconfundible del artista cuyo nombre le dio identidad al vecindario. Una pared con fondo verde, por ejemplo, tiene impregnada la frase “Con lucha y comunidad, haciendo de esta tierra nuestro hogar” y está acompañada por una imagen, pintada con stencil, del mismísimo Rodrigo Bueno. Es curioso que el barrio se llame así en honor a él, que nació a 700 kilómetros del lugar y cantaba cuarteto, sobre todo porque acá se escucha, más que nada, cumbia.
Muy cerca de ese mural está también el Bachillerato Popular “Voces de Latinoamérica”, que fue construido por la organización social “El hormiguero”, agrupación a la que pertenece Ramona. Le brillan los ojos de orgullo cuando habla del “bachi”, no sólo porque recuerda lo difícil que fue llevar adelante la edificación sino también porque en estos días, en esa misma escuela, ella y su hija de 19 años van a terminar la secundaria y se van a recibir juntas. La felicidad que le provoca la anticipación de ese suceso hace que se le dibuje una sonrisa en el rostro muy difícil de olvidar. “Bueno, me despido porque en un rato debo entregar un examen final y tengo que terminar los últimos detalles”, dice Ramona al tiempo que saluda con un abrazo y se va.