La fidelidad a la huella del acontecimiento 2001

🧐 Frente a quienes dan por enterrado el acontecimiento 2001 y a quienes sólo lo invocan bajo la modalidad del fetiche, una apología del archivo plebeyo, de las memorias insurgentes como inspiración para las rebeliones por venir, capaces de sacudir la modorra y abismarnos hacia un nuevo ciclo de luchas que pueda recuperar la capacidad de invención política para transitar las sendas de la emancipación.
20/12/2024

Ahora, cuando la huella del acontecimiento 2001 parece correr riesgos de extinción, como nunca en estos 23 años, es cuando más precisamos avivar las llamas de aquello que esa experiencia supo dar, e incluso no dar: para muñirnos de un archivo de las luchas plebeyas, para revisitar las memorias de la resistencia recordando que hubo otras posibilidades que las de la simple oposición a un gobierno (combinando rebelión con creación). 

La revuelta del 19 y 20 de diciembre, en la senda de las grandes gestas nacionales con características insurreccionales (la Semana Roja de enero de 1919; la invención del peronismo el 17 de octubre de 1945; la pueblada del Cordobazo del 29 de mayo de 1969), son una marca que conviene no dejar de lado, ya que allí sucedió lo inesperado, cuando la multitud de los de abajo devino cuerpo político capaz de autoafirmar sus capacidades y enfrentar el miedo de la represión (la declaración del estado de sitio), dando cauce a esas broncas que se desataron tras intensos combates que fueron recalentando el escenario y abriendo ese espacio para que bajo la consigna genérica de «Que se vayan todos/ Que no quede ni uno sólo”, se pudiera impugnar no sólo al gobierno en curso sino al programa neoliberal que se había puesto en marcha a sangre y fuego en 1976, y se había expandido y consolidado con el menemato en los noventa. 

El 2001 es el momento de una apertura cognitiva, de un sacudón de todos aquellos componentes reaccionarios que se arrastraron en esas casi dos décadas de posdictadura, y también de apertura –como señaló entonces Raúl Cerdeiras desde las páginas de la revista Acontecimiento– hacia la pregunta sobre qué entender por política. 

Claro que la revuelta no fue homogénea y tuvo sus condimentos “antipolíticos”, sus enojos clasemedieros producto de la confiscación de ahorros en dólares por parte del Estado y sus pulsiones popular-conservadoras que simplemente anhelaban un retorno a esos momentos fugaces en los que se pudo vivir la fiesta del consumo primermundista desde el culo del mundo. Pero también la lucha de calles de esas horas mostró cuánto era capaz de inventar un pueblo ante una situación de acorralamiento: como lo hicieron las Madres de Plaza de Mayo cuando el terror dictatorial acorraló al movimiento insurreccional de los setenta, como lo hizo el movimiento piquetero cuando el terror económico-financiero acorraló a la clase obrera y sus organizaciones sindicales. 

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Flaco favor hizo el progresismo de corte nacional-popular al promover la visión de que en los noventa “no pasó nada” y de que el 2001 sólo fue un “infierno” del que había que salir para nunca más volver y así quedar en paz viviendo en el “país normal”. Aunque tampoco se trata de hacer leña del árbol caído, como se dice popularmente, porque había que ser “anti-progresista” –como humildemente entiendo que muches fuimos– durante la “década ganada”, no ahora, cuando la reacción se expresa incluso en nuestras propias filas, bajo la modalidad de un conservadurismo peronista que pretende retornar a un pasado idílico no sólo sin progresismo (es decir: sin feminismos, disidencias sexuales y diversidad de género y sin disputas por la conquista de una hegemonía popular, de una nueva cultura), sino sin memorias de una izquierda peronista, de un nacionalismo revolucionario. 

Diciembre de 2001, entonces, se nos presenta hoy como el símbolo de una disputa en múltiples sentidos: frente a esa mirada progresista nacional-popular; frente a las “nuevas derechas” que se autoadjudican ser ellas también “hijas” del “Que se vayan todos”; frente al conservadurismo peronista (hijo de Menem y Duhalde pero también de José Ignacio Rucci y “El Brujo” José López Rega y María Estela “Isabelista” Martínez) que funcionó por años como partido del orden neoliberal y hoy pretende su lugar en el panteón de un pragmatismo sin componente ético-político, supuestamente audaz y flexible ante las coyunturas diversas; frente al “fascismo-libertariano-rockero” que pretende estetizar lo que supo ser una digna rebeldía y una exigencia fuerte de cambios sociales en sentidos igualitarios. 

Y no es que con esto acá se pretenda negar que cada cual pueda tener sus argumentos para llevar agua para su molino, sobre todo teniendo en cuenta que, como en toda crisis, también aquella del 19 y 20 tuvo su “río revuelto” con “ganancias de pescadores” (sobre todo con los especialistas en venta de pescado podrido). ¡No! Lo que se presenta aquí es incitar a realizar una serie de operaciones de lectura de aquellos momentos, en función de construir las propias razones que acompañen las nuevas luchas, aquellas que más temprano que tarde (e incluso con todas las demoras que la historia –que tiene más imaginación que nosotros– pueda tomarse) llegarán ante la ley del orden injusto en que vivimos. Porque sabemos: frente a las habladurías de la inmutabilidad de los tiempos capitalistas, no cabe más que la afirmación de la verdad de la inconsistencia de todo orden social, de la capacidad de invención de los pueblos para hacerse de los tiempos y espacios para la rebelión y la gestación de nuevas perspectivas para la vida en común. 

Está claro que la fidelidad a la huella del acontecimiento 2001 nada tiene que ver con la espera de un “nuevo 20 de diciembre”, así como nadie en aquel momento pretendía otro 1969, ni en ese 29 de mayo se buscaba otro octubre de 1945, por más que a modo de consigna muchos de quienes protagonizaron esa rebelión obrero-estudiantil de fines de los sesenta lo hicieran bajo el lema “Por otro 17” o en las barricadas que supimos levantar en las calles de Buenos Aires ya en siglo XXI cantáramos “Lo echamos a De La Rúa/ los hijos del Cordobazo”, al enterarnos que por fin –tras horas de combates callejeros contra la policía bajo el afán de retomar la ocupación de la Plaza de Mayo– habíamos logrado expulsar al presidente del mal gobierno del aliancismo-cavallista. 

La fidelidad a la huella del acontecimiento 2001 nos presenta, por lo tanto, un doble desafío: por un lado, dar cuenta del cambio de época que se vivió con el ciclo progresista latinoamericano luego del ciclo de luchas desde abajo; pero también –por otro lado-, registrar el agotamiento y crisis (ya desde hace unos años) de ese “modelo”. Sólo así podremos afilar los machetes, es decir, apostar por gestar otro presente, y volver a levantar las armas de la crítica que nos permitan llevar adelante combates con armas eficaces para la resurrección de principios universales igualitarios. 

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