«Nadie salió igual que como entró a Cromañón»

😢 "Quizás algún día sepa lo que pasó o quizás esto permanezca como un misterio por el resto de mi vida. A veces pienso que algún día voy a conocer a quien quizás me haya salvado". El relato de un sobreviviente en primera persona, a 20 años de Cromañón.
30/12/2024

Ya pasaron 20 años de ese trágico diciembre de 2004. Tenía 28 años y ya estaba dejando atrás los años de los recitales de rock que venían siendo el lugar donde canalizar la resistencia política al neoliberalismo menemista de los ´90. Ya era profe, desde 1999 trabajaba en colegios secundarios dando clases de tecnología o materias relacionadas a las ciencias sociales, había estudiado Ciencia Política en la UBA y administración de redes informáticas en Microsoft.

Ese 2004 fue detestable, en octubre murió mi viejo después de un cáncer que se le detectó a comienzos de ese maldito año. Pero en toda oscuridad siempre brilla una lucecita y ese año comencé a convivir con mi actual compañera y madre de mis hijas. Fue un año agotador y diciembre llegó con ganas de cerrar ese año de una buena vez.

Con mi hermano Luis, tres años menor, y un amigo de él recibimos la propuesta de ir a ver a Callejeros al boliche Cromañón de parte de unos pibes de 13 años que vimos crecer desde pequeños en el barrio. Los llamábamos primos, pero no lo eran. Marce y Alejandro tenían 13 años y tomaban la posta nuestra en esa resistencia rockera barrial. Querían que los llevásemos a Cromañón a cerrar el año con Callejeros, ya que sus padres no los dejaban ir solos. Aceptamos la propuesta con entusiasmo: ya éramos veteranos en ese mundo del rock, asiduos concurrentes a Cemento, Arpegios, Casa Suiza, las fiestas del Condon Clu y todo antro porteño que contuviera ese agite popular que nos desbordaba.

Nos juntamos en la casa de mis abuelos en Devoto, epicentro de las reuniones barriales y salimos en mi viejo Fiat Vivace hacia Once. Cromañón era un antro nuevo, no lo conocíamos los veteranos. Mi compañera no quiso venir, era complicado meter 6 personas en un 147. Quizás las incomodidades del Fiat le hayan salvado la vida.

Llegamos relativamente temprano a Once y dejamos el auto en un estacionamiento sobre Bartolomé Mitre. Les advertí a todos que si pasaba cualquier cosa, nos juntábamos en el estacionamiento para volver. Nunca pensé que “cualquier cosa” fuera lo que fue.

Cuando entramos a Cromañón me resultó extraña la excesiva implementación de la seguridad. Nunca me habían hecho sacar las zapatillas para entrar a un recital. Ni en las épocas de Cemento donde había patrulleros en las esquinas controlando todo, había tanto recelo en la revisación.

Al entrar a Cromañón me llamaron mucho la atención los “lujos” que ostentaba el lugar. Todo pintado de negro, todo bastante limpio, el techo decorado con medias sombras. Recuerdo que pensé que Chabán se había refinado: del ascetismo soviético de la infraestructura de Cemento a ese boliche que parecía New York City había un abismo.

El lugar estaba muy concurrido, estábamos bastante apretados pero no más que cualquier recital masivo. Subimos a los baños por una escalera y notamos que había poca agua y mucho calor. La muchachada hacía colas frente a las canillas que apenas dejaban correr un hilito de agua. Cuando escuchamos que se apagó la música bajamos rápidamente, el recital debía estar por comenzar. 

Nos fuimos para adelante para ver mejor, a los pibes había que hacerles vivir el rock al 100% y no podíamos quedarnos atrás. Salió Callejeros al escenario y recuerdo que Omar hizo alguna advertencia desde su micrófono sobre las bengalas. Nadie le daba bola a Chabán en el mundo del rock, era un personaje muy gracioso que parecía sacado de un happening de los ´60 e insertado en el rocanrol. Todos lo respetábamos, pero nadie le daba bola. Recuerdo que en Cemento muchas veces nos reunía afuera y nos pedía que por lo menos juntemos 5 pesos cada uno para poder entrar, en general la entrada salía 10 pesos. Él nos pedía la mitad con su tono afeminado y su look de arlequín. Somos 5 y llegamos a 20 pesos era la negociación habitual, Omar refunfuñaba pero nos dejaba pasar.

Cuando un tres tiros impactó en la media sombra que embellecía el salón, comenzó la masacre. El lujo es vulgaridad, afirmaba el Indio. La media sombra comenzó a prenderse fuego lentamente, el fuego era tenue. Me alertó un poco la gran cantidad de humo que desprendía, pero no lo consideré algo que fuera a determinar el final del recital. Callejeros dejó de tocar, hubo un momento de incertidumbre sobre qué pasaría pero a los pocos minutos se cortó la luz y comenzó el infierno. Nadie sabía qué hacer ni para dónde ir, nos habíamos perdido todos los del grupo y quedé solo. Recuerdo ver que la pista central fue quedando vacía, la muchachada se iba para el escenario, para el lado de la puerta de entrada o para el lateral donde supuestamente estaban las salidas de emergencia.

No sabía qué hacer, en la pista los que caminaban parecían zombies a media luz, afectados por el pánico y el humo que iba invadiéndolo todo. Los gritos agudos de las chicas eran ensordecedores. Me acuerdo que una pibita de unos quince años me zamarreó preguntándome para dónde ir, le dije que no tenía idea, que estaba igual que ella. Hablar se dificultaba por la falta de aire. Decidí encarar para la puerta de entrada principal, me parecía lo más seguro. En la oscuridad me golpeé la cabeza contra una de las escaleras en V que permitían el acceso a la planta superior que llevaba a los baños y al VIP. Al caer al piso, noté que se podía respirar mejor. Gateando me fui acercando a la puerta de salida. Tenía debajo 40 o 50 cm de jóvenes aplastados que fui pasando lentamente. Los gritos y los tirones de la ropa eran propios de una película de terror y no de un recital de rock. Recuerdo que vi que estaba llegando a la salida porque la luz del exterior se acercaba cada vez más. Estaría a unos dos o tres metros de la puerta cuando dejé de recordar.

Seguramente me desmayé por el humo. Mis recuerdos regresaron cuando estaba sentado en el cordón de la vereda frente a la entrada. Ahí me encuentra mi hermano y me zamarrea, él me cuenta que estaba con los brazos agarrándome la cabeza sentado en el cordón, como perdido y mirando la nada. Ahí retomé la conciencia. Presumo que alguien me sacó porque los meses posteriores estuve con un dolor en el hombro derecho, quizás me tiraron de ese brazo hacia fuera. Quizás no y haya salido sólo, pero por el shock no recuerdo nada de lo que pasó entre esos metros que me faltaban para llegar a la entrada y el estar sentado como un zombie en la vereda. Quizás algún día sepa lo que pasó o quizás esto permanezca como un misterio por el resto de mi vida. A veces pienso que algún día voy a conocer a quien quizás me haya salvado.

En la puerta de Cromañón aparecieron mi hermano y su amigo, luego uno de los chicos que habíamos llevado. Por suerte todos estábamos relativamente bien, pero faltaba Alejandrito. Todos pensamos lo peor. Yo me fui para el locutorio de la esquina que abrió sus teléfonos a quien los necesitara y pude avisar a mis familiares. Al rato empecé a vomitar una sustancia negra, era el plástico de la media sombra o del aislante acústico del techo. Me vio una ambulancia y me llevó al Santojanni en Mataderos. Ahí me revisaron y, como vieron que dentro de todo estaba bien, me dejaron ir. Había que priorizar a los que estaban realmente mal. Yo solo pensaba en qué había pasado con Alejandrito. Recuerdo que hubo unos amigos que apenas se enteraron del incendio fueron para allá y buscaron a Alejandrito entre los fallecidos que se apilaban en un garage contiguo.

Foto: Marcelo Bartolomé

Alejandrito, un joven obediente, hizo lo que le habíamos dicho. Se fue al garage donde estaba mi auto estacionado. El inútil del encargado del garage, al verlo llegar con ganas de dormir y en calzoncillos porque había perdido las bermudas en la salida y mucho miedo, le facilitó un colchoncito para que descanse. Los padres lo encontraron a las 7 de la mañana, después de recorrer hospitales y morgues por toda la Capital. Las cámaras de Crónica TV registraron ese momento.

Por suerte los cinco que fuimos salimos bastante bien de Cromañón, los meses que siguieron fueron de controles médicos y el temor a todo. El estrés post traumático apareció unos días después, me costaba hacer las cosas que hacía habitualmente y no tenía ganas de salir de mi casa. Por suerte al ser docente estaba de vacaciones y ya para la vuelta de las clases pude retomar mis actividades. Hace unos días vi la serie de Cromañón y más allá de las ficciones que construye, me marcó mucho la frase “Nadie salió igual que como entró a Cromañón”. Pienso que esa frase es la que mejor describe ese momento. Hubo un antes y un después. 

Participé un tiempo de reuniones de sobrevivientes y familiares de las víctimas, di algunas charlas en las escuelas donde laburaba sobre el tema, fui padre de dos hermosas hijas y con el correr de los años podríamos decir que mi vida volvió a sus carriles. Pero cada diciembre que llega aparecen los miedos que se disipan el primero de enero. Es como un ciclo que se repite todos los años. Nadie salió igual que como entró a Cromañón.

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