¿Dónde empieza la transfobia? Para Joe Lemonge, de 26 años, fue tal vez aquella noche de octubre de 2016 cuando una patota que lo hostigaba hace tiempo -los nombres: Juan Emanuel Giménez, Rubén Giménez y Pablo González-, fue a su casa a atacarlo. Esa noche que él intentó defenderse e hirió a uno, luego se entregó y estuvo encarcelado, procesado por intento de homicidio. O tal vez fue en diciembre, cuando incendiaron su rancho en Santa Elena, Entre Ríos, casa de su familia.
La transfobia tal vez fue aún más dura cuando lo trataron con pronombre femenino durante el proceso judicial. Luego de que incendiaran su casa comenzó el juicio y se lo condenó a seis años de prisión. A sus agresores no se los investigó. Tras la apelación a la condena por parte de su defensa, Joe Lemonge se mudó a Buenos Aires donde, acompañado de organizaciones y referentes feministas, hizo visible su causa. Durante aquellos primeros meses su nombre se escuchaba en todas partes: videos en apoyo, hashtags, micros en las radios, su cara ilustrando artículos en medios hegemónicos. El pedido por su absolución se hizo viral. Joe ya no estaba más solo.
Joe es un varón trans proveniente de una familia humilde del interior de la provincia de Entre Ríos. Profesor de inglés, estudiante de francés, enamoradizo, persistente. Es mucho más que la transfobia que sufrió y, sin embargo, no consigue construir una vida por fuera de ella: hace más de un año que esperan un fallo en respuesta a la apelación que presentaron. “Yo no sé nunca qué va a pasar en el futuro, ni en un mes. No es solamente por la causa y porque esté constantemente pensando en qué día me van a llamar, sino que tiene que ver con el tema económico y de mi propio sustento: no tengo un trabajo en blanco y con todo esto es muy difícil que lo llegue a tener algún día”.
Su vida por estos tiempos transcurre como en una sala de espera interminable: la ola de apoyo y hashtags mermó, la gente dejó de creer que ganaba mucho dinero codeándose con gente famosa, dejó de conseguir entradas a lugares y volvió a enfrentarse con el silencio. “Fue como volver a 2016 y 2017, cuando pasó todo en Entre Ríos y yo no tenía a nadie”, explica. “A mí me han insultado, humillado, han revoleado mis cosas, me han pegado, casi me da un infarto una vez y nadie me ayudó. Me deprimí, y estuve así por meses. Todas las personas que habían levantado mi bandera y ya no estaban».
¿Qué tan lejos puede calar la transfobia? Joe ya no espera que se vuelva a levantar su bandera, sino cosas mucho más básicas: poder tener un hogar, un trabajo, tener vínculos desinteresados. Que no se lo excluya, que lo que siente no sea deslegitimado. Poder enojarse. Poder decir lo que le pasa, lo que siente, cómo vive las cosas que le suceden. La transfobia no es solamente la exclusión física; peor aún, tiene su base en la exclusión simbólica. En la deslegitimación del discurso. Su raíz comienza en la resistencia ante la enunciación de “aquí estoy y esto soy”, que visibiliza su existencia; y se extiende hacia aquellos rincones donde la violencia es extremada: un juez llamándolo en femenino, una compañera ignorando un pedido de auxilio, un ataque en la vía pública, el paternalismo, la clausura de la escucha. Recién ahí vienen los ataques en patotas: cuando las condiciones de nuestras comunidades habilitan la impunidad de los atacantes.
“Yo tardé dos años en lograr que alguien me escuchara, que supiera lo que pasó aquella noche”, recuerda, refiriéndose al ataque que sufrió en su casa. “Los jueces todavía no me creen, y por eso la condena”. De acuerdo a su abogada, la Dra. Sol Álvarez, no hubo ningún tipo de novedad en los últimos tiempos. “Se presenta cada 15, 20 días en el Tribunal. Sin embargo, todavía no sabemos cuando será la audiencia”.
A pesar de todo, Joe responde. Armó una rifa para poder sostenerse mejor en este período de inestabilidad, se compró unas gafas para poder leer mejor, escribe todos los días sobre lo que siente y lo sigue comunicando en sus redes. Y lucha contra el hecho de ser una víctima eterna. “Déjenme ser y pensar un mundo mejor, no sé, simplemente déjenme lucir bien, aunque para eso repita e intercambie diariamente entre mis dos jeans y mis dos o tres pares de remeras que tengo (…). Ya sé que soy la mala víctima”, escribió esta semana en su página de Facebook.
La transfobia es violencia patriarcal y heteronormativa. Su funcionamiento garantiza su reproducción: se inmiscuye en las grietas de aquello que las comunidades construimos como certezas, que los movimientos volvemos muletillas, que la dispersión permite desconocer. El caso de Joe Lemonge es uno de un montón, pero no es eso lo que importa: importa que es real. Que así lo vive él, que con 26 años lucha no solamente por su libertad física, sino por una más compleja y que nos compete a todxs: su libertad de ser, en su integridad, a pesar de las resistencias.
En América Latina, las personas trans tienen una expectativa de vida entre los 35 y 41 años. El 90% se encuentra por fuera del mercado laboral formal. A estos números hay que ubicarlos, además, en el contexto de crisis creciente que avanza sobre nuestro país. Conseguir trabajo es difícil con casi un 10% de desempleo, aún más difícil siendo una persona trans y triplemente difícil con antecedentes penales. Fue por esto que Joe, entre changas y trabajos temporarios que ya no alcanzan, decidió lanzar una rifa para poder sostenerse mientras continúe este momento de espera. Tiene un valor de 50 pesos y se puede conseguir aquí: http://mpago.la/464E6i