De Fiorito a la cima del mundo, de una patada en el culo

🔟 Fragmento del capítulo 2 de Superdios. La construcción de Maradona como santo laico (Capital Intelectual, 2021), de Gabriela Saidon. Feliz cumple, diegote.

Es imposible contarlo todo. La vida de Maradona es un relato que se multiplica ad infinitum, como la cifra 1960-infinito. El primer obstáculo que encuentro es la imposibilidad de escribir el signo infinito en el teclado de la notebook. No hay Alt+236 que valga. Un obstáculo menor, sin duda, al lado de los que tuvo que atravesar Maradona héroe para llegar, desde el Fiorito que lo vio nacer, a la cima del mundo, como él mismo dijo: de una patada en el culo. La violencia del ascenso, no solo su velocidad.

Así, al menos, lo contó Guillermo Coppola en el documental Maradona en Especiales de TyCSports, en una negociación con empresarios extranjeros donde Diego se presentó jugando al balero y, sin largarlo en ningún momento. dijo: “Nací en ese lugar donde digo, me pegaron una patada en el culo y me mandaron a la cima del mundo. Llegué a ese lugar (cima del mundo), miré a los costados, no había nadie…

Señores, agarré el mejor camino que pude. Tan mal no me fue”. Dicho esto, se retiró de la sala de reuniones con su balero (no hace falta decirlo: nunca falló, siempre embocó). Pero no será esa patada simbólica sino la otra, concreta, real, también violenta, que recibe en el tobillo en Barcelona en 1983, la que definirá el comienzo de su santificación.

Por otra parte, contar su historia.

Cuántos argentinos podrían recitar de memoria esa infancia en Fiorito, en una pieza los ocho hermanos… Una familia entera orbitando alrededor de un pie izquierdo, de un niño dotado con habilidades sobrehumanas que solo quiere estar en el potrero (la carne, la proteína de los días 4 de cada mes, día de cobro de haberes, se reservaba al futuro crack).

Parafraseo a Andrés Calamaro: Maradona es un pibe pegado a una pelota de cualquier cosa, trapo, papel, una chapita, una mandarina, algo redondo. La de cuero como premio, regalo, objeto mágico que lo acompaña siempre, y que cuando deja de acompañarlo presagia la muerte en vida. Pero eso será después. Entonces es el barrio, los amigos que esperan que afloje la mirada vigilante del padre para volver al potrero, a quienes les hace ganar todos los partidos, y plata.

En una nota publicada en Clarín, la periodista Marina Zucchi  –autora de Desde el alma, libro de exglorias de Boca- narra la historia de ese cordón umbilical que nunca se cortó y cuenta la anécdota de la estrella. La madre de Maradona, Dalma Salvadora Franco, la encuentra en el piso cuando está por entrar al Policlínico Evita de Lanús, en la zona sur del conurbano bonaerense, para parir a su quinto hijo, el primer varón, el tan esperado, el 30 de octubre de 1960. Un signo.

“Era un prendedor con forma de estrella, que tenía esos strass chiquitos que lo hacían brillar. Me lo puse en el pecho. Al ver esa estrella que brillaba supe que mi hijo iba a ser especial. Quince minutos después nació Diego”, contó Doña Tota.

Estrella Roja: así se llamaba el primer club de Fiorito donde jugó el Pelusa y que regenteaba su padre. La estrella es, también, el símbolo de la revolución cubana en la boina del Che.

En Cuba, donde viaja para hacerse un bypass gástrico, Fidel le regala una boina verde. Maradona se tatúa a los dos líderes de la revolución, uno en un brazo, otro en una pierna.

Es el objeto directo en un verso, en la canción que no escribió Rodrigo: “Su sueño tenía una estrella, llena de gol y gambetas”. Esa estrella en la que está predestinado a convertirse. Su estrella de Belén, para ese chico de Fiorito que espera que los Reyes Magos le traigan una bicicleta que nunca llega a la calle Azamor 523, Lomas de Zamora, zona sur del Gran Buenos Aires.

Pero lo que no es dado por los padres, el pibe dotado se lo procura en el potrero, esa tierra sin pasto ni agua. Sin zapatos. Sin duda, el cielo no es su límite. 

Son los años sesenta y la interseccionalidad ideológica de la época empieza a gestarse: peronismo, cristianismo y revolución.

Todo en uno. Todo en Él.

Y en ese Él, en esa construcción, lo personal, la vida privada entra en juego: el noviazgo adolescente y, mucho después, el casamiento con Claudia Villafañe, su mujer para toda la vida, con el que cierra la convulsionada década de 1980, la del ascenso y la caída, la de la cima del mundo y el descenso a los infiernos, dos años después del nacimiento de Dalma (1987) y luego el de Gianinna (1989), sus tesoros, las nenas, las hijas siempre reconocidas, las que siempre tendrá presentes en la muñeca cuando en Europa use dos relojes de oro: uno para saber la hora local, la de los compromisos de agenda, el otro para saber a qué hora están viviendo sus hijas allá en la Argentina, aquellas a quienes les promete que va a estar bien. Luego, las apariciones públicas de otras mujeres, de un hijo napolitano, Diego (el primogénito), de una hija, Jana, que tardará en reconocer. La de Dieguito con Verónica Ojeda. La turbulenta relación con Rocío Oliva.

¿Pero quién no podría recitar de memoria esos nombres?

¿Quién no sabe que Maradona fue ese padre prolífico y descuidado?

¿Quién no?

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