Este texto NO es para destacar

🎬 Con dulzura y crudeza, la película "El perro no calla" de Ana Katz nos invita a percibir los distintos mundos que atraviesa Sebastían cuando irrumpe una especie de pandemia “anti verticalista”.

Nadie dice todo. Nadie dice nada. Lo deseable es decir poquísimo.

Callar no es más radical. Callar es como raparse la cabeza: el pelo vuelve a crecer.

Pero decir poquísimo, decir lo mínimo que uno puede decir, es lo que nos permite decir algo.

Mario Montalbetti

De un blanco y negro que alivia en sus setenta y tres minutos de duración, “El perro que no calla” (Ana Katz) despliega una crítica sensible a los modos de existencia propios del capitalismo tardío. Con dulzura y crudeza, la película nos invita a percibir los distintos mundos que atraviesan a Sebastián (Daniel Katz), un tipo común y corriente de mediana edad con una vida simple y hostil.

“Lo que no se puede decir, se muestra” diría Gabo Ferro y, como si tomara este verso de premisa, el film nos muestra imágenes con diálogos mínimos a través de las cuales vamos viendo la abyección, el margen y la  otredad, viviendo y muriendo a cuentagotas. De comienzo a fin, vamos siendo otres: ese jazmín del aire que hay que podar para que no ocupe tanto cielo dentro del espacio urbano, esa perra que aúlla cuando se siente sola, ese vendedor ambulante de resaltadores del tren Roca que se ha vuelto parte del paisaje de un tiempo a esta parte, ese enfermo postrado y loco que pareciera únicamente causar dolor en su entorno y cuyos placeres parecieran no tener relevancia, les trabajadores y trabajadoras de la tierra perseguides por la policía, el niño que anhela trepar el árbol de la plaza de su barrio. 

Los grandes relatos son mandatos que nos exigen más de lo que podemos dar y no nos llevan a ningún otro lugar más que a la angustia, la competencia voraz, la impotencia, el hambre. Las vueltas que da una perra al jugar con su compañero humano no son círculos perfectos como las vueltas que dan los engranajes de una máquina, son más bien garabatos frenéticos llenos de goce y sonido que terminan por escurrirse hasta salirse de plano, hasta verse obligados al ostracismo y la muerte.

En “Teoría de la mujer enferma” Johanne Hedva escribió que “es el propio mundo el que nos está enfermando y manteniéndonos enfermos”.  Si bien en “El perro que no calla” hay un hecho crucial que irrumpe en la trama y da inicio a una especie de pandemia “anti verticalista”, develando de forma cruda los privilegios del bipedismo, parece ser que los padecimientos venían gestándose mucho antes y que quienes lo habían comprendido no fueron escuchados por no estar, precisamente, a la altura.

Por debajo del metro veinte, Rita, la perra que acompaña a Sebastián en sus días, supo denunciar los peligros de la desolación a la que nos empuja un mundo en donde las voces no humanas no tienen lugar, un mundo en el que la mayoría de nuestro entorno se la pasa encerrado en la oficina, la fábrica, cumpliendo horario, cumpliendo con su deber. De igual forma, Tulio, desde su silla de ruedas, señalaba laberintos de placeres posibles entre los escenarios hogareños de un departamento de tres ambientes y sin embargo, su esposa no lo miraba. Rita y Tulio parecían decirnos algo pero escuchar exige un compromiso que la mayoría de nosotres no está dispuesta a asumir. Parecían susurrarnos que tarde o temprano todes nos veremos obligades a abandonar la erguidez obligatoria. 

Como si hubiera visto el film mucho antes,  Hevda explica que “un cuerpo no está temporalmente afectado por la vulnerabilidad, sino que se define por ella. Por tanto, necesitamos remodelar el mundo en torno a este hecho.” Seguir evitando dar esta discusión nos vuelve a dejar girando en falso, sorprendides cuando un acontecimiento abrupto que tuerce los días, sin querer entender que es solo un síntoma de aquello a lo que decidimos no prestar atención; un recorte arbitrario que se muestra como causa externa y nos desresponsabiliza.

Poner en jaque la gramática de nuestros marcos perceptuales es fundamental si pretendemos erosionar las lógicas de muerte que arrasan con nuestras potencias vitales. Así lo da a entender Sebastian, en la clase de diseño gráfico que lleva adelante como docente. “Este texto NO es para destacar” – dice mientras señala la imagen de la frase proyectada sobre la pizarra y agrega: “No es necesario que lo piensen ahora”. 

En un mundo que vive del titular, de la aceleración, la urgencia, la vorágine; en un contexto en que las personas, ensimismadas en sus burbujas de ficciones de inmunidad, están dispuestas a acostumbrarse a no poder escuchar a quien tienen enfrente (así le dice su jefa a Sebastian literalmente: “Ya te vas a acostumbrar”), atreverse a la apuesta por la llanura, la simpleza, el gesto desapercibido, el detalle, correr el foco del destacado, habilita nuevos imaginarios posibles. Esa puede ser una de las delicias amargas que nos convida “El perro que no calla”:  la rareza de una voz que no pretende contar epopeyas sino más bien dejarse decir por el camino que parte desde la capital, atraviesa el conurbano, cruza la pampa, disfruta el viento del mar desde la orilla y vuelve a volver las veces que sean necesarias. Las veces que los cuerpos nos lo permitan. 

 El trayecto de errancias que andamos y desandamos con la película nunca logra escaparle a la belleza ni al dolor. Incluso en la danza ridícula del cortejo, del enamoramiento, del juego del amor y el desamor los pies se mueven frenéticamente y más tarde, se cansan.

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