“La sensación de que algo malo puede pasar se vuelve cotidiana”

A 15 años de Cromañón, la crónica coral de Camila Fabbri “El día que apagaron la luz”, narra desde los márgenes lo que sucedió esa noche en que la ciudad no durmió.

Es 29 de diciembre de 2004 y Camila Fabbri tiene quince años. Esa noche es la segunda de las tres presentaciones de Callejeros en República de Cromañón, en el barrio de Once, a metros de la Plaza Miserere. La anterior a la tragedia que dejaría 194 muertos. Camila va con su amiga Martina y su novio Manuel. Por la mañana, escuchó el relato de sus amigos que fueron a la fecha del día anterior y ella se entusiasma pensando en contar su experiencia el día siguiente. Recuerda muy poco de esa tarde-noche: que tomó Nesquik antes de ir al recital, un poco de cerveza mientras hacía la fila para ingresar y que se ubicó en el piso de arriba, en busca del aire que no tenía abajo.

“Éramos la juventud intercalada con la niñez más precisa. Ni una cosa ni la otra”. Ella y sus amigos pasan todo el tiempo que pueden en la calle. Se juntan a la salida del colegio y por las noches, en esquinas, escaleras, plazas, dónde sea. Se sacan fotos con las cámaras digitales pocket y postean en Fotolog. Es la generación pre redes sociales: no había Facebook, Twitter, ni Instagram. No había youtubers ni influencers, ni tanto individualismo. Los teléfonos celulares sirven para llamadas y mensajes de texto, no mucho más. “Fuimos tribu”, afirma Fabbri en el libro. A través de la tragedia cuenta la historia de sus amigos, la suya y la de una generación que se movía en grupo y buscaba pertenencia e identificación a través de la música.

“El chico me mira fijo y yo a él. Lleva puesta una remera de Callejeros. Se da cuenta de que me quedo mirando esa consigna. Cuando estoy a punto de cruzar la calle giro hacia atrás. Veo que se me queda mirando. No lo conozco. Alzo la mano y lo saludo. Él hace lo mismo”. Es diciembre de 2019, desde hace años Fabbri sufre claustrofobia, no toma subtes y percibe el origen de algo trágico en cualquier lugar. Tiene un auto-cuidado exacerbado. Como todos los años en esta época, Cromañon está presente en el inconsciente colectivo. “Quise reconstruir un mapa de esa noche, me parecía que podía ser una forma de contar lo que pasó sin ir a lo concreto”. El resultado: el relato de una generación que, entre el espanto y lo fraterno, se encontró con la muerte y creció de golpe.

Da la sensación, al leer el libro, que lo tenías pensado hace mucho. ¿Es así?

El tema lo empecé a pensar hace algunos años, pero no sabía que podía ser un libro. En un momento también estaba la posibilidad de que se volviera algo escénico y hace un tiempo empecé a involucrarme con la crónica, con la biografía, con el relato de no ficción que me gusta mucho, cada vez más. Entonces empecé a delinear esa voz primera, que era lo que tenía más al alcance y que era yo misma. Empecé a hablar con mi familia, a preguntar “che se acuerdan de esta época”, porque yo mucho no me acordaba. Hay como un agujero negro ahí, varias cosas que me trajeron hermanas, madre, padre, que yo había olvidado. Yo tenía ganas de hacer algo con el tema hacía mucho tiempo, como una tarea de responsabilidad. No meramente por una necesidad de curarme yo o por el dolor.

El relato se nutre principalmente de las entrevistas que realizaste, pero también recurriste a material de archivo, como las fotos del Fotolog. ¿Qué otros “insumos” utilizaste?

Volví a lugares. Al Hospital Ramos Mejía fui un par de veces, más que nada para ver cómo son las instalaciones. Yo esa noche no estuve ahí, hice una reconstrucción. Al santuario de Cromañon fui varias veces, a mi colegio volví a ir porque tenía un recuerdo muy vago. El Normal 1 es gigante, tiene como rincones, pisos, una parte nueva, una parte antigua, volví a esos lugares, a las aulas, volví a la casa de los viejos amigos. En el caso de una de las chicas fui a la casa familiar, me reencontré con su mamá y su papá.

¿Cómo fueron esos encuentros?

La mayoría fueron reencuentros pero algunos más trascendentales que otros, con algún valor más sentimental. Con otros no nos vimos, la charla fue por teléfono o redes porque no sé si no tuvimos las agallas para vernos o no fue posible, quizás fueron las dos. Algunos fueron más amables o generosos con el relato, como que salía solo y noté una memoria en ellos que yo no la tengo. Es el caso de Martina, por ejemplo, con ella fue como ver mi película, yo a todo le decía que sí porque no me acordaba, me ayudó a traer un montón de cosas. En psicología se dice que uno anula el trauma, yo creo que mucho anulé. El libro también tiene eso que no está escrito, todo lo que pasó en esos encuentros.

¿Qué historia fue la que más te impactó?

La historia de Joaquín fue la más difícil de escuchar para mí. Nos juntamos varias veces con él. Lo que queda en el libro fueron como cinco reuniones y después, además, hablamos por otros medios. No sólo en persona. La historia de Julia también tenía muchas aristas, muy largas: la madre que está en la costa, ella está en Ramos Mejía y el padre que viene, ella pierde a su novio…

Ahí aparece la muerte de lleno…

Sí. Julia y Joaquín tuvieron una soltura muy generosa con su historia. Querían contar, querían hablarlo, había como una necesidad de narrar y a mí me costaba escuchar, les pedía una pausa o que no me cuenten alguna parte. Me daba bronca porque no quería que mi fragilidad fuera protagonista pero no me quedaba opción. Me empezaban a temblar las manos. Era como ir encontrando el punto exacto de escucha y del relato.

Hay una pregunta que sobrevuela en el libro: ¿cómo le explicás Cromañón a un chico de quince años?

Pensaba mucho en eso cuando estaba en el santuario. Durante estos años fui varias veces, no sólo por el libro, hay como una imantación en Once, ahí. Me ha pasado de ver a chicos muy jóvenes en el lugar y una vez escuché a uno que le preguntaba a su madre qué fue lo que pasó acá. Y sin escuchar la respuesta me pregunté cómo se narra eso: “murieron unos chicos jóvenes en un recital”. Okey, pero cómo, qué pasó. Me parece que la magnitud del relato es esa, cómo le contás a un chico joven que alguien de su edad se está yendo a divertir una noche y eso puede ser un final. Una de las hipótesis que sostiene el libro es que los cuerpos jóvenes se curan más rápido. Trabajé bastante con eso, que es algo que le dice un médico a Joaquín. “Si hubieras tenido otra edad probablemente no sobrevivías”. Esa era una buena noticia: ser joven. Y a la vez era lo trágico.

¿Podía la historia contarse de otra manera?

El libro no trata de meterse dentro de Cromañón, durante la tragedia, en el preciso instante. Hubo algo muy morboso con eso en un momento. Giró mucho el video de Callejeros tocando mientras el tres tiros pegaba en la media sombra y se cortaba la luz y se escuchan los gritos. Toda esa morbosidad tremenda, de ataque de pánico al instante… no es eso Cromañón, no es eso lo que hay que empezar a contar, es desde otro lado. Intenté salirme de ahí. ¿Quién necesita escuchar eso? Se vio en todos los medios el video y el audio de los minutos del incendio. No hay ningún tipo de respeto, yo pensaba en los padres y madres que perdieron hijos y tenían que estar viendo eso. Una locura.

Es tu primer libro de no-ficción. ¿Cómo te sentiste trabajando con el género?

Le tenía mucho respeto. Para mí es un libro híbrido, no responde a la novela, no responde a la crónica, tampoco llega a ser un aporte periodístico para la causa, ni esa era mi intención. Me parece que el libro en ningún momento habla de causas ni de culpabilidades ni responsabilidades. Es una opinión también no hablar de eso. Hay algo bastante experimental por momentos, por ejemplo el capítulo que hice a partir de mensajes de Whatsapp, que son voces que cuentan qué estaban haciendo las personas esa noche y nada más. Algo que me resonaba a mi era ¿por qué estoy haciendo esto? Me parece que esa noche también se puede leer por esos relatos, no solamente por la víctima que murió o la persona que sobrevivió, sino también el margen. Esa noche nadie estaba durmiendo, eso se dice en el libro también.

Tu anterior libro, “Los Accidentes”, es de cuentos. ¿Qué diferencias notaste en la escritura?

Soy un poco obsesiva con la forma de escribir y me parece que en este libro, si bien aparece algo de eso, estaba más relajada. Lo importante acá es otra cosa, no tanto mi forma de escribir como autora. Para mí algo lindo de este proyecto es que, a diferencia de “Los Accidentes”, se vuelve un poco menos introspectivo. Este libro me dio la posibilidad de salir y hablar con otros y otras y que no esté tanto mi voz. Aparecen otras voces, otra forma de narrar que no es la mía. Y el desafío estuvo en respetar esas voces y no tratar de modificarlas, no “llevar el agua para mi molino”. Acá hay un trabajo muy preciso con el fraseo, con la adjetivación, con el sustantivo.

Decidiste no abordar la cuestión de las responsabilidades. ¿Pensás que es algo que está saldado?

No, para nada. Sobre todo porque hay muchos nombres propios y muchas caras y gente que estuvo detrás de todo que jamás los vamos a conocer, ni saber quiénes son, están tapados, totalmente ocultos. Las caras visibles de Cromañon son tres: Aníbal Ibarra, Omar Chabán y Callejeros, y creo que detrás de todos ellos hay veinte sapos más y eso no lo vamos a saber nunca. Para mí es muy doloroso hablar de eso, no quería que el libro fuera por ahí, al menos en mi nombre. Pero mi sensación hoy que tengo 30 años es muy parecida a la que Joaquín cuando era más chico, él estuvo muy enojado con la banda, no los primeros años sino después, pero entiendo que ellos también era muy jóvenes y lo que pasó en Cromañón le podía haber pasado a cualquier otra banda.

Hoy es impensable prender pirotecnia en un recital. ¿Qué otras cosas cambiaron desde la tragedia?

Me gustaría decirte que muchas cosas han cambiando pero no estoy tan segura. Sí creo que cambió algo en la conciencia de mi generación, no sé si de la generación que sigue, ojalá que también. De autocuidado, de autoconciencia, en mi caso extrema. Me volví una persona muy miedosa, no sé si el germen del miedo nace con esa situación o se acrecenta. Pero hay una cosa que hablábamos con Joaquín y con Nahuel, una cosa así te anula el disfrute. La sensación de que algo malo puede pasar todo el tiempo, se vuelve algo cotidiano.

¿Te interesaría que el libro llegue a la banda?

No. Es otro el trabajo que yo hago ahí, es algo más personal, más generacional, tiene que ver con un trabajo literario, no hay una necesidad periodística mía. Si llega a la banda bienvenido sea, pero a la vez también te diría que no quiero, no quiero que se transforme en eso. Cuánto más lejos esté de los involucrados reales, mejor. Para mí el libro no es “el libro de Cromañón”, es una novela que yo escribí en la que intenté arrimarme a la no ficción y en donde conversé con amigos y amigas de esa época que apostaron a la novela pero está muy lejos de ser en un relato periodístico y transformase en el documento de Cromañón, para nada es esa mi intención.

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