¿Qué carajo pasa en Nicaragua?

🇳🇮 Candidatos presidenciales presos, acusaciones de injerencia extranjera, revolucionarios anti-derechos y derechistas antirrevolucionarios. Y, por supuesto, la omnipresencia del vecino del norte. Análisis desde un enfoque antiimperialista.

Candidatos presidenciales presos, acusaciones de injerencia extranjera, revolucionarios anti-derechos y derechistas antirrevolucionarios. Y, por supuesto, la omnipresencia del vecino del norte. No resulta fácil hablar de política centroamericana para millennials. Menos aún cuando se está a seis mil kilómetros de distancia de donde suceden los hechos. Pero cuando los grandes medios titulan con Nicaragua mientras en las calles de Cali se entibian los cadáveres de jóvenes que luchan contra el neoliberalismo, pareciera más un imperativo que una opción: hay que hablar de Nicaragua. Y claro, tratar de hacerlo desde un enfoque antiimperialista. No es fácil, pero se puede empezar.

En 1979, en Nicaragua triunfó una revolución. El Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) puso fin a cuarenta años de dictadura somocista. Al calor de la Guerra Fría -y con Cuba en el espejo-, comenzó un proceso revolucionario que avanzó a fondo en la alfabetización y el acceso a la salud de la población, que sostuvo el multipartidismo y la libertad de prensa. Pero con los yanquis no hay caso: los estadounidenses -que ya habían ocupado Nicaragua entre 1912 y 1933- volvieron en forma de financiamiento paramilitar. Con el triunfo de la revolución surgieron los contras, grupos armados contrarrevolucionarios financiados desde Estados Unidos y con la tarea de derrotar al gobierno naciente. Los contras llegaron a tener 20 mil personas y realizaron más de 1300 ataques terroristas. Pese a todo, el bloque social sandinista (que componían campesinos, nacionalistas, marxistas y curas revolucionarios) resistió la ofensiva y venció.

Sin embargo, asediados por la caída del bloque soviético y la presión de un parlamento multipartidario y una oposición más agresiva, en 1990 los sandinistas perdieron en las urnas: Violeta Chamorro (no se olviden de este nombre) se impuso sobre Daniel Ortega y privatizó la banca, las minas, el transporte, la salud y la educación. La derrota trajo divisiones y rupturas en el bando revolucionario y finalmente se consolidó el liderazgo de Ortega. Sin embargo, transcurrieron 16 años para que el sandinismo retornase al poder en Nicaragua: de manera democrática, Ortega fue elegido presidente en 2006 con el 38% de los votos. Volvió a ganar en 2011 y se impuso nuevamente en 2016. Entre tanto, y como en todo proceso, se reestructuraron las alianzas y el FSLN debió tender nuevos puentes: se acercó a sectores conservadores y se vinculó de manera más estrecha con las jerarquías eclesiásticas católicas.

La crisis que se vive hoy tuvo un antecedente en 2018. En plena crisis económica, el Fondo Monetario Internacional (FMI) recomendó a Nicaragua elevar la edad jubilatoria: Ortega no obedeció y aumentó las contribuciones patronales y los aportes de trabajadores, dando inicio a una serie de movilizaciones fuertemente reprimidas que terminarían con al menos 249 muertes. Partidos de derecha, ONGs e incluso ex sandinistas salieron a las calles. El gobierno de Donald Trump aprovechó la situación para imponer sanciones económicas a un gobierno que siempre se había mostrado muy cercano a Venezuela y Cuba. Una protesta legítima que escaló al calor del interés foráneo en debilitar un gobierno popular. Las muertes (en su mayoría ocasionadas por las fuerzas represivas) se acumularon en las calles de Managua, pero finalmente bajó la tensión y Ortega se sostuvo en el cargo.

Ahora la cosa se volvió a picar: en los titulares de los grandes medios de comunicación internacionales destacan que Ortega apresó a cinco candidatos presidenciales opositores y que «el régimen» avanza sobre la democracia. Pero corresponde aclarar los tantos: de los detenidos (al menos 20 dirigentes políticos) solo dos eran efectivamente candidatos; el resto eran «aspirantes», una categoría que sirvió para sobredimensionar el impacto de las detenciones. Desde las vocerías opositoras (muchas de ellas con su sede fuera de Nicaragua) se denunció una represión autoritaria, un giro persecutorio del gobierno de Ortega. Desde el oficialismo enfatizan que las detenciones se dan en el marco de la aprobación de la Ley 1055, que pena por «traición a la patria» a los ciudadanos que «encabecen o financien un golpe de Estado, que alteren el orden constitucional». En el sandinismo explican que no son detenidos en su carácter de candidatos, sino por ser operadores que buscan socavar la democracia. Nada sería menos útil para la imagen internacional de Nicaragua que detener opositores en épocas de comicios, dicen, y agregan que se trata de golpistas financiados desde el exterior. Entre los detenidos que eran «aspirantes» presidenciales se destacan la hija de la ex presidenta Violeta Chamorro y un ex embajador nicaragüense en Estados Unidos.

Si bien en la oposición coinciden demócratas, buena parte del movimiento feminista y sectores de izquierda críticos del sandinismo, la única oposición vertebrada y que puede capitalizar la crisis es la derecha financiada por Estados Unidos, impulsora de las sanciones económicas y heredera de la tradición hacendada y paramilitar de los conservadores locales. Esta caracterización refuerza dos conclusiones a nivel geopolítico. Primero: cualquier opción de poder real alternativa a Ortega representa hoy un triunfo del ala conservadora en la región. No existe en la correlación de fuerza actual un margen para pensar una sucesión progresista o a la izquierda. Nicaragua se refleja en el espejo de El Salvador, con un partido revolucionario y hegemónico desgastado y un conservador populista y de derecha al mando (Nayib Bukele). Segundo y no menor: la construcción de un canal alternativo al de Panamá, financiado con fondos chinos y que representaría una alternativa al paso panameño es otro elemento importante para analizar la situación. Si bien su construcción se encuentra suspendida, la apertura de esta obra faraónica -con un desarrollo muy ligado al signo político del gobierno nicaragüense de turno-, cambiaría fuertemente la geopolítica internacional.

Dicho esto, no hay dudas de que también existió un giro conservador del gobierno de Ortega. El más llamativo tal vez sea la penalización del aborto en 2006, con un notorio respaldo de la Iglesia. Pero como en los procesos sociopolíticos las contradicciones sobran, el mismo Ortega despenalizó la homosexualidad en 2008, pese a la vigorosa oposición de los líderes de la derecha. El año pasado, además, se mandó otra de las suyas: subestimó la pandemia, subregistró las muertes y crecieron los pedidos de asilo de nicaragüenses en otros países de Centroamérica. Todo eso no quita la principal de las certezas: el presidente Daniel Ortega fue elegido por voto popular para gobernar hasta el año 2022.

El proceso también abre preguntas. ¿Cómo se ejerce el poder desde gobiernos de izquierda? ¿Qué sucede con el legítimo uso de la fuerza en Estados asediados que tienen gobiernos progresistas? ¿Qué pasa con la policía, siempre conservadora? ¿Y con el Poder Judicial? Si quienes intentan acceder al poder político conspiran contra la democracia, ¿qué deben hacer los gobiernos populares?

No será tarea de esta entrega revelar respuestas a tan complejos interrogantes, pero las dejamos como disparadores para futuros debates. Mientras tanto, no está nada mal recordar que este conflicto político se da en un año electoral en Nicaragua, que en noviembre también vota Honduras y a principios de 2022 Costa Rica. Un momento de recomposición de equilibrios en la región. Por último, si hay posiciones que se construyen por oposición, solo resta ver qué dijo Luis Almagro, secretario general de la Organización de Estados Americanos (OEA) y uno de los principales garantes del golpe de Estado en Bolivia. Para Almagro, en Nicaragua hay una dictadura. Se ve que a alguien, con sede en Washington, le interesa en demasía que el FSLN deje el poder y cambie el signo político en el pequeño país latinoamericano.

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Yair Cybel

Una vez abrazó al Diego y le dijo que lo quería mucho. Fútbol, asado, cumbia y punk rock. Periodista e investigador. Trabajó en TeleSUR, HispanTV y AM750. Desde hace 8 años le pone cabeza y corazón a El Grito del Sur. Actualmente también labura en CELAG y aporta en campañas electorales en Latinoamérica.